Un camino asilvestrado.

Cuando la naturaleza es cómplice, todo resulta más natural.

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El viernes de hace ya tres semanas, comenzaba el segundo año de guardería de Teresa. Una vuelta a la adaptación y a las rutinas, sobre todo para ella, pero en general para todos. Y desde entonces estamos muy receptivos a sus reacciones, tratando de que no se atragante con tanto cambio, y conocedores de que el llanto siempre es la alerta.

Y las alertas han estado ahí desde el principio. Dejarla resultaba un pequeño suplicio, un quedarte con el alma en vilo. Porque no había día que no se quedara con ese gesto, con aquella mirada, y yo con esa sensación de abandonarla a su suerte.

Drama máximo que se minimizaba al saber que no duraba más de lo que yo tardaba en desaparecer de su vista. Pero ni siquiera eso resultaba consuelo. Y como yo soy de retos, de «a esto yo le pongo remedio», empecé a darle vueltas a la cabeza, a pensar en qué era lo que yo hacía que a ella le hiciera sentir demasiado apego, porque igual había algo que podíamos cambiar.

Y comenzó la semana, esta vez con todo bien analizado, y con ganas de poner en práctica los nuevos métodos. La primera medida pasaba por abandonar los brazos, porque ¿qué niño prefiere dejar los brazos de su madre, para quedarse en un lugar ajeno? Así que el primer paso era animarla a bajar sola del coche, darme la mano y recorrer juntas el camino.

Pero en el segundo paso, donde entraban en juego los elementos de distracción, estaba la clave del éxito, que llegó de la forma más natural. Fue parte improvisación, parte premeditación. Y los aliados, fueron los pinos que crecen en los límites del senderito que  lleva hasta la puerta principal de la guardería. Ellos y sus hojas. Esas varitas verdes de punta afilada que desde el principio se convirtieron en el regalo para Leticia, su profesora.

Y así Teresa y yo, protagonistas de nuestro propio mundo de Oz, ahora sin baldosas amarillas pero con mucho verde para distraernos, comenzamos a experimentar la magia de las despedidas, que acompañadas de sonrisas se revisten de un «hasta luego», que se completa en los reencuentros de todas las tardes.

* Ilustración de Matt Kaufenberg

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