Millonario.
¿Quién quiere ser millonario? Siempre había pensado que era el título de un programa de televisión pero...
17 años, tantos palmos por encima del suelo que tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos (o al pelo, con el ánimo de recordarle que las peluquerías se habían inventado hacía ya mucho, mucho tiempo), exámenes por delante y por detrás, el curso a punto de terminar… y algún que otro titular rebotando en su cabeza acerca del descenso de alumnos en los estudios más técnicos; decidió hacer la prueba del algodón sutilmente, al fin y al cabo tanto él como la mayor parte de sus amigos estaban en ciencias, y el resultado fue… elocuente.
Millonarios. Quieren ser millonarios.
Pero… ¿cómo piensan lograrlo? Porque querer serlo es una cosa, pensar cómo lograr ese objetivo y trabajar duramente hasta conseguirlo (o no) es otra bien distinta.
Ah no, trabajar no; esforzarse tampoco ¿estudiar? No gusta… ¿Y entonces? A saber, tal vez es su modo de decir que quieren tener suerte…
Claro que a ella no le preocupaba en exceso ese querer ser millonarios (¡ojalá lo lograran!), le inquietaba más la atención desviada, perdida por atajos absurdos cuando no por calles sin salida así que ahondó un poco más. –Y tú querrás ser millonario también ¿no?-.
El joven sonrió diciendo algo así como que no iba a quejarse por serlo si así sucedía pero… había un pero implícito en su tono y en su forma de expresarse que convertía aquel anhelo monetario en algo deseable pero no imprescindible, en algo que no tenía toda su atención; por supuesto se puso a tirar del hilo y fue descubriendo lo que de verdad quería aquel joven de 17 años a un año de su PAU: hacer algo que me guste, algo interesante, que merezca la pena, algo que se me de bien y pueda hacer bien, que ir a trabajar mole…
Respiró hondo, profundo y logró así que el alivio y la tranquilidad que le provocaban aquellas palabras llegara hasta la última de las células de su cuerpo porque querer ser millonario es como querer ser Taylor Swift o Cristiano Ronaldo, es abrazarse a sueños que al amanecer siempre se disipan y sobre todo es renunciar a la responsabilidad propia, a esa que tenemos para con nosotros mismos y para con los otros, la que nos impele a hacer de nosotros alguien que merezca la pena, de nuestra vida algo que merezca la pena…
La pena (y la alegría) la merecen siempre el bien, la verdad, el amor y la belleza: el trabajo bien hecho, la verdad bien dicha, el amor demostrado y la impalpable belleza de lo bueno, lo verdadero y lo amado.
Los millones no están ahí, en ninguno de esos cuatro pilares vitales y, además, tampoco hacen falta para que una vida merezca la pena, unos miles sí, claro (nada es gratis, ni siquiera lo que el gobierno dice que lo es…) pero esos miles suelen venir del trabajo bien hecho, la verdad bien dicha, el amor demostrado (al otro y a lo otro, también al trabajo) y la belleza de todo lo anterior.
De algún modo, él a sus 17 años recién cumplidos ya lo sabía y por eso, aun sin hacer ascos a la idea de ser millonario (¿quién los haría?) ponía su atención en lo otro, que era prepararse para llegar a esa vida de trabajo bien hecho, verdad bien dicha, amor demostrado y la impalpable belleza de lo bueno, lo verdadero y lo amado.