Trabajo obliga.
Que la vida es adaptarse y buscar caminos, en los que la clave está en disfrutar del trayecto.
Las dinámicas familiares cambian. Muchas veces, la mayoría motivadas por las cosas del trabajo. Nuevos horarios, nuevos lugares, viajes… Y como eso es lo que toca, ahora estamos adaptándonos.
Para ilustrarlo un poco os voy a poner un ejemplo. Una vez al mes nuestra pequeña familia se somete a nuevos escenarios. Yo viajo y durante unos días, ellos, Jorge y Teresa, se quedan solos, conviven y se adaptan.
Al principio cuesta: organizar la casa, preparar la ropa, y aunque prefiero evitarlo, dar las típicas indicaciones de no te olvides de…, si tiene fiebre dale… y así una decena de cosas. Y digo que cuesta porque aunque te preparas, eso de delegarlo todo a veces se complica.
Pero desde la distancia confías y aunque pueda parecer imposible, logras desconectar y centrarte, aunque llamas, piensas y el corazón un poquito se te encoge.
Y los amigos y la familia te preguntan, ¿cómo lo lleváis? ¿necesitáis algo? ¿Teresa te echa de menos? ¿Jorge se las arregla? Y a tanta pregunta una respuesta, nos estamos adaptando, y no nos está yendo mal.
La última vez, hace una semana. El viaje de ida y vuelta en esta ocasión fue entre catenarias, raíles y vagones. A mi llegada los dos me esperaban en la estación, Teresa en brazos, saludando a todo el que llegaba hasta que me vio.
Esa sensación de reencuentro que se pierde con los años, la he recuperado con ella, porque su alegría no es comparable con nada vivido. Es especial y cada vez es más intensa.
Y lo que he sacado en claro es que estas separaciones forzadas, estas distancias finitas, refuerzan, posicionan, y consiguen que te sientas prescindible. Que no es mala sensación, sino todo lo contrario. Porque conseguir el equilibrio no es fácil, y nosotros algo vamos adquiriendo, amén de los vestidos del revés y los bodies por encima de los leotardos, que ahora suman en nuestro listado de anécdotas.