Awful, awful.
Porque cuando algo no está bien, lo mejor es decirlo sin más.
Los inviernos vienen de la mano de resfriados y virus varios, y nosotros llevamos dos semanas de pura diversión.
Comenzó la semana pasada con décimas de fiebre y el repiqueante sonido de la tos. Una semana de estar juntas, que tuvimos que llenar de un montón de actividades, porque la guarde ni pisarla.
Reconozco que hubo momentos en los que los recursos se me acababan, porque las horas del día son muchas y después de leer cuentos, pintar, jugar a los números, ver alguna película, y jugar a la pelota, sólo quedaba esperar la hora de la siesta o la hora del baño.
Un retiro forzado del que al final tienes dependencia, y no, no hablo de ella. Porque aunque estar de guardiana de los gérmenes no es una labor de lo más estimulante, y he tenido que hacer millón de piruetas para poder llegar a todo, lo cierto es que como cada vez está más mayor, más parlanchina y más divertida, cuando ha vuelto a la guardería, he echado de menos su chispa en casa.
Y de tantas, recuerdo una en particular. Estábamos en la cocina, yo iba a tirar algo a la basura, y no recordaba que la puerta estaba algo floja, que había que reforzar los tornillos, y cuando la abrí calló hacia un lado con mi inevitable «¡será posible, la puerta esta hay que arreglarla!» al que desde lejos le acompañó un «Awful, awful puerta».
No salía de mi asombro entre una carcajada y otra, y ella tampoco, que en aquel momento no debió entender mi ataque de risa. Está claro que es una palabra que debe decir su profesora, y también que ella lo asocia a cuando hay algo que no está bien.
Así que me uno a su espontaneidad y desde aquí entono al invierno y a los virus un awful, awful mayúsculo.