Adiós allá arriba.
La dimensión que dan a una vida los abuelos, es proporcional al amor que llegamos a sentir por ellos.
Fue hace ya dos semanas. Una llamada de madrugada. Una decisión de menos de un minuto, y tres horas después, estaba en un vuelo con llegada a Gando a las nueve de la mañana.
Y esta repentina agitación, este adiós forzado tras 98 años de vida, de plenitud, de felicidad. De 6 hijos, 19 nietos y 8 bisnietos. Además de la tristeza y de las lágrimas que arrastran recuerdos y sensaciones. De forma inevitable también desató el resorte de los afectos. Los que vinculan a padres con hijos, a unos hijos con otros, y a estos con sus abuelos.
Y así me vi a mí misma tiempo atrás, siendo una niña, en la casa de mis abuelos. De los maternos y de los paternos. Vagos recuerdos de entonces. De casas llenas de vida, de niños, de juegos, de fortuna familiar. La que se creaba los días de comidas, o de celebraciones, mientras los adultos charlaban y los niños sólo nos preocupábamos por jugar, por reírnos y por comer aquellas galletas de topitos de colores.
Fue un flashback de muchos más recuerdos, de muchas más sensaciones, que iban y venían mientras todos estábamos en aquella sala. Que además me sirvieron para pensar en eso de la fortuna generacional de la que disfruta Teresa. Porque ella tiene a sus cuatro abuelos. Repartidos. Pero a los cuatro al fin y al cabo. Y cada uno la adora y le aporta muchísimos valores y una gran experiencia de vida.
Y yo siempre he pensado que la dimensión que dan a una vida los abuelos, es proporcional al amor que llegamos a sentir por ellos. Una mezcla de afectos y ternura que crea fuertes lazos, y que nos aproxima al pasado y a nuestros orígenes.