Un junio cualquiera.

Las Islas Malvinas son un elemento central en la construcción de la identidad argentina.

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Sepan que olvidar lo malo, también es tener memoria.
Martín Fierro.

Dicen que desde que un 24 de junio de 1935 muriera Gardel, ese es un mes fatídico para todo aquel que se llame argentino. También un 16 de junio de 1955 marinos sublevados contra Perón bombardearon la Plaza de Mayo, y el día 14 de otro junio, este de 1982, se produjo el alto el fuego de un conflicto de soberanía entre Argentina y el Reino Unido, comenzado en abril de ese mismo año. Tras la rendición, los soldados regresaron al continente bajo el signo de la indiferencia social, el olvido y el silencio, en un junio impuesto que para muchos se sigue repitiendo todos los días.

Las Malvinas son un conjunto de islas compuesto por dos islas principales y un grupo de doscientas islas pequeñas situadas a 260 millas náuticas de la Patagonia. La historia de la prolongada disputa sobre este archipiélago se remonta a 1690, cuando el británico John Strong a bordo de la Welfare realizó el primer desembarco en nombre de su rey y del valedor de la expedición, el vizconde de Fakland. Sin embargo, los primeros en tomar posesión de las islas y establecerse de forma permanente en ellas fueron colonos de Saint-Malo al mando de Antoine de Bougainville. Desafiando este establecimiento, un año después los ingleses también se establecieron, iniciándose décadas de disputas no resueltas entre Francia, Inglaterra y España. Tras la independencia alcanzada por el Virreinato del Río de la Plata, el gobierno argentino reclamó las fronteras hispanas preexistentes bajo el principio jurídico del utis possidetis iure. Pero lo cierto es que desde 1833 las islas han sido administradas por Gran Bretaña y Argentina no han cesado de reclamar su soberanía apoyándose en que en el Tratado de Nootka Sound de 1790 Gran Bretaña reconoció la soberanía española en las costas América del Sur e islas adyacentes.

Todas las naciones se imaginan antiguas y en la búsqueda de sus raíces surge el profundo vínculo de la nación con un determinado territorio y una lengua. En esa exploración intervienen símbolos, ritos y relatos construidos que reúnen a las personas entorno a una única pertenencia. Para fortalecer ese sentimiento y convertirlo en un deber nacen las causas nacionales, un precepto originario reclamado al conjunto de la comunidad que hace posible, en la mayoría de las ocasiones, el control ideológico – más o menos consciente- como estrategia de autoridad del Estado. Esa estrategia nos la reveló el historiador y filósofo francés Michel Foucault y la llamó biopolítica, la forma de gestión política total, la intervención calculada del poder en todas las facetas de la vida. No como una aventura anacrónica y disparatada puede explicarse la Guerra de las Malvinas, sino uno de los ejemplos más reveladores de la eficacia de la biopolítica en la historia reciente, el resultado de una decisión deliberada tomada por un estado en una encrucijada de su historia.

Después de la contagiosa euforia inicial y el amplio consenso de todos –a pesar del estrago social de la dictadura-, la derrota precipitó el desprestigio de la Junta Militar y marcó el final del régimen instaurado siete años antes. El gobierno constitucional de Alfonsín heredó un saldo trágico y múltiples paradojas se sucedieron: centenares de jóvenes enviados a una muerte cierta, una causa justa reclamada por un canal inadecuado, una sociedad cómplice tanto en los vivas iniciales como en el silencio de la rendición, una tragedia militar, la insalvable brecha diplomática.

Las Islas Malvinas, elemento central en la construcción de la identidad argentina, es uno de los dieciséis territorios no autónomos reconocidos actualmente por la ONU, cuyo Comité de Descolonización lleva examinando la cuestión de su soberanía desde 1965.

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