El pecado original de La Malinche.

La historia de un personaje contradictorio cuya influencia en torno a la identidad mexicana es inevitable.

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Cuando al hombre primitivo le sucede una desgracia no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo.

Sigmund Freud.

Una antigua superstición cuenta que hubo unos años a mediados del siglo XVI en los que en las noches de luna llena los vecinos de la ciudad de México despertaban sobresaltados por unos prolongados y estremecedores gemidos de desesperación, lanzados por una mujer a quien, sin duda, afligía un profundo tormento. El lamento era tan tétrico que parecía proceder del mundo de los muertos. Con mudos pasos, hacía su aparición una mujer joven, de unos treinta años, que avanzaba lentamente vestida con traje blanco por las calles de la ciudad dormida, llegando cada noche a la Plaza Mayor. Allí, hincada de rodillas y con el velado rostro vuelto hacia levante, daba el último de sus angustiosos quejidos antes de proseguir para desvanecerse como una sombra en las orillas del lago salobre, garantizando en su vagar la muerte, o peor la locura, de quienes pretendiesen averiguar el origen de tal desgarro. Fray Bernardino de Sahagún recogió la leyenda en su Historia general de las cosas de Nueva España e identificó a este personaje con Cihuacóatl, la diosa serpiente de negros y largos cabellos que poco antes de la llegada de los españoles emergió de las aguas del Anáhuac para alertar a sus hijos de la caída de México-Tenochtitlán. Pero en México también se identifica a La Llorona con el espíritu de la Malinche, que vuelve arrepentida a llorar su desgracia, la traición que supuso mezclar la sangre de los esclavos con la de los verdugos.

Cuando Hernán Cortés llegó en 1519 a las costas del actual estado de Tabasco, la paz entre conquistadores y conquistados quedó rápidamente establecida con el ofrecimiento de un grupo de veinte mujeres como reconocimiento de la sumisión de los indios al conquistador. Es bien conocida la actitud inicial de Cortés hacia una de ellas, una joven de catorce años llamada Malintzín que por ser de buen parecer, entremetida y desenvuelta, fue regalada por él mismo a Alonso Hernández Portocarrero, primo hermano del conde de Medellín. Solamente al darse cuenta de su dominio del náhuatl y del maya yucateco, y de la asombrosa facilidad en el aprendizaje del castellano, Cortés la recupera y la bautiza. Nacida a una nueva vida, con su nuevo nombre Doña Marina y con su nueva palabra, en adelante ejercería de lengua, la traductora que hizo posible el entendimiento entre dos universos tan opuestos que parecería imposible unir y hacer sólo uno. Las crónicas cuentan que era una princesa de la nobleza indígena, hija de un Tlatoani azteca de Painala que había sido vendida como esclava por su madre a los mayas del Yucatán y que de allí pasó a los pocos años a una tribu tlaxcalteca de Tabasco. Inferior por ser esclava, india y mujer, para Malintzín recuperar un nombre y una identidad gracias a su lengua y su fuerte carácter la equiparó a cualquier hombre. Como fiel amante de Cortés, le dio un hijo, el primer hispanoamericano.

A pesar de que él reconocería y bautizaría al niño con el nombre de su propio padre, Martín, una vez acabada la conquista y antes de volver a España, Cortés decidió casarla con uno de sus capitanes, aunque durante un tiempo continuó requiriendo sus servicios, sencillamente porque el conquistador de México, sin ella, no podía entenderse con los indios. Malintzín, Malina, Malinalli, Marina, La Malinche, Doña Marina, india, esclava y concubina, la traductora que posibilitó al conquistador el contacto, el conocimiento y la interpretación de la vida de aquellos a quien él quería conquistar, murió a los veinticuatro años, abandonada por todos, desengañada y sola, completamente olvidada, víctima del desprecio de un hombre que no era de su misma raza. Malinche asumió la alianza con los españoles como la posibilidad de establecer un nuevo orden más justo, eliminando a un Imperio, el azteca, al que consideraba tiránico. Sólo a través de esa alianza, de esa comunión de ambiciones y de proyectos entre el español y la india unidos contra el enemigo común, Moctezuma, fue posible la Conquista de México. Pero como tener nombre significa tener historia y la de la Conquista fue una historia de hombres contada por hombres, el nombre de una india, por muchos que tuviera, pudo silenciarse. Así lo hizo su jefe, su amante, su dueño en sus Cartas de Relación, no revelar al rey su relación con una india para no confesar la dependencia de una mujer, de una indígena, no darle a entender que el Viejo Mundo dependía del Nuevo.

Las lecturas del siglo XX han recuperado la figura olvidada de la Malinche y han creado el discurso que explica el sino de la identidad del pueblo mexicano, producto del riquísimo pasado precolombino dolorosamente irrecuperable de su madre unido a una no menos fuerte cultura de modernidad impuesta por su padre. Detrás subyace la paradoja que representa para un pueblo la identificación y, al mismo tiempo, el rechazo de parte de su propia historia. Como Eva, la Malinche es el arquetipo de un discurso que le ha otorgado un doble papel, el de creadora y traidora, santa y pecadora, sumisa y subversiva. Como Eva para la humanidad, Malinche es la madre originaria de la nación mexicana. También su trauma, la gran traidora, la mujer culpable de las desgracias de sus hijos. Una figura enigmática y maldita recuperada para culpar, un fetiche que la sociedad elige para castigar, evitando así no castigarse a sí misma.

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