Rousseau y Voltaire frente a la desigualdad de los hombres.

En poco más de un mes, la Europa ilustrada perdió a las dos figuras que forjaron el espíritu contemporáneo.

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A mediados de la primavera de 1778, Jean Jacques Rousseau fue invitado por el marqués René Louis de Girardin a pasar una temporada en un pabellón de su castillo de Ermenonville, a unos cincuenta kilómetros al nordeste de París. Allí recibió la noticia de la muerte de su odiado Voltaire, de la que se limitó a pronosticar Nuestras vidas dependen la una de la otra, no le sobreviviré mucho. Acompañado de su querida analfabeta Thérèse, en los días siguientes continuó enseñando botánica al hijo del noble, un crío de diez años educado según El Emilio, hasta que el 2 de julio al levantarse sufrió una apoplejía y murió. Era mucho más joven que Voltaire, pero apenas pudo sobrevivirle treinta días. Terminaban así las profundas divergencias personales comenzadas cuarenta años atrás, siendo Voltaire un hombre decididamente instalado en el mundo y Rousseau un paseante solitario que no había escrito una sola línea ni pisado París.

Con la publicación de El mundano en 1736, Voltaire arremete contra todos aquellos que condenaban por decadente el siglo de las Luces. Por el contrario, celebra su industria, los adelantos científicos y confiesa sentirse complacido con las comodidades ofrecidas por la vida, como los placeres de la carne y todo el lujo superfluo –cosa muy necesaria– que hay en la música de Rameau, en el pincel dichoso y fino de Poussin y de Correggio, en las gráciles esculturas de Bocharon, en la sobria elegancia de la orfebrería de Germain. También reprueba el dichoso estado de naturaleza, en el que nuestros míseros abuelos vivían como pollinos, sucios y sin que ninguno supiera lo que era lo tuyo y lo mío. Casi veinte años después Rousseau, que veía en la escasez y la privación un signo de pureza intelectual, rechazó aquella civilización feliz, próspera y depravada tan elogiada por El mundano en su famoso Discurso sobre la desigualdad de los hombres.

Siguiendo la línea de su Discurso sobre las ciencias y las artes, en su segundo discurso el filósofo ginebrino abrazaba el estado de naturaleza como el más feliz, pues no conocían ni la vanidad… ni el menosprecio, y no tenían la más pequeña noción de lo tuyo y de lo mío. Un estado primigenio ausente de propiedad privada que si bien ya no existe, es posible alcanzar mediante el establecimiento de un contrato social entre los hombres. La respuesta de Voltaire a esa y otras muchas afirmaciones no se hizo esperar en una de sus más de veinte mil cartas, siempre geniales y maliciosas, que comenzaba He recibido, señor, vuestro nuevo libro contra el género humano; os lo agradezco. Nunca se ha utilizado tanto ingenio en querer convertirnos en animales; dan ganas de andar a cuatro patas. Más adelante lo acusaría de loco furioso y asesino; también la marquesa du Deffand y los enciclopedistas que se reunían en su salón, los libertinos y los librepensadores, las autoridades y la iglesia, absolutamente todos vieron en él a un reaccionario cuyas ideas llevarían al caos. Después de años de reproches, inquina y persecución promovidas por Voltaire, Rousseau escribió la carta de ruptura definitiva que concluía con el famoso reproche os odio, señor, puesto que así lo habéis querido; pero os odio como hombre más digno de haberos amado, si lo hubierais querido.

Cuando Rousseau murió, dejó tras de sí en Ermenonville los manuscritos de sus obras más importantes. Su amigo el marqués preparó una edición completa que, publicadas entre 1780 y 1782, contribuyó enormemente a la difusión de las ideas de Rousseau en los años previos a la Revolución Francesa. Con ellas fue el primero en denunciar la alienación y las desigualdades que el poder de Estado impone a los hombres, representando el moralismo austero de los menos favorecidos e inoculando en los franceses la doctrina de la soberanía del pueblo. También con ellas encumbró el sentimiento frente a la razón, receló de los beneficios del progreso científico y de las artes, declaró pecado la propiedad privada y vio la piedad religiosa imprescindible para mantener el orden social.

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