Pepe botella, el rey intruso.
Desde el mismo momento de su acceso al trono, José I fue calumniado por sus falsas aficiones al vino y al juego.
Antes de ser proclamado el 6 de junio de 1808 Rey de España y de las Indias, el primogénito de los Bonaparte había sido en Francia abogado, político y diplomático, y rey de Nápoles por designación imperial los dos años anteriores a su llegada a España. Aquella breve experiencia de gobierno le sirvió para ganarse una merecida reputación como reformista y el afecto y la popularidad alcanzado entre los napolitanos le animaron a aceptar el trono español. Los destinos de la nueva monarquía hispana se regirían por el Estatuto de Bayona escrito al dictado del Emperador, una Constitución mixta que anunciaba la implantación de un único sistema legal, político y judicial según el modelo nacido de la Revolución Francesa, y la pervivencia de la confesionalidad del Estado y las cortes por estamentos, propios de la tradición hispana. El pobre José, al que el texto otorgaba unas amplias atribuciones constitucionales, no tardó en comprobar que lo que en principio parecía un regalo pronto se convirtió en una causa perdida.
Al amparo del Estatuto, a la corte josefina se fueron acogieron muchos afrancesados, aquella legión de traidores de eterno vilipendio en los anales del mundo -en palabras de Menéndez Pelayo-, en realidad, gentes de moralidad y talento, que sirvieron con lealtad y con resolución al rey y le ayudaron a completar el sistema legal fijado en Bayona. A la serie de libertades contenidas en el Estatuto, como la de imprenta, de libertad personal, la inviolabilidad del domicilio y la promoción funcionarial conforme a los principios de mérito y capacidad, se fueron añadiendo una serie de medidas administrativas, económicas y sociales – unas reformistas, otras abiertamente rupturistas- tendentes a crear una administración racional, moderna y eficaz, liberalizar la economía, y a rebajar la influencia social y moral del clero, sin cuestionar la confesionalidad del Estado. El rey creyó que el fortalecimiento de este corpus legislativo terminaría por consolidar el nuevo régimen.
En la primavera de 1808, nadie pensaba que un país atrasado, con un ejército exiguo y mal organizado, pudieran resistir la invasión, y menos derrotar, al ejército más poderoso de Europa. Para mermar la capacidad del enemigo, los patriotas construyeron una estrategia simple que se apoyaba en los valores ideológicos comunes a las sociedades tradicionales –Dios, Patria y Rey- en la que se mitificaba a Fernando VII a la vez que se desprestigiaba al rey Bonaparte mediante calumnias generalmente alusivas a su supuesto alcoholismo y ludopatía. Siempre acompañadas por un lema –El amor a la botella es de tu norte la estrella; Cada cual tiene su suerte, la tuya es de borracho hasta la muerte- los dibujos y aguafuertes burlescos, pequeños, baratos y fáciles ocultar, se convirtieron rápidamente en un eficaz instrumento de propaganda que ayudó a invertir una situación notoriamente desfavorable. Así, pese a su esfuerzo reformista, desde el mismo momento de su acceso al trono, el rey fue visto por los enojados ojos del pueblo español como un ser depravado y amoral, un hombre dominado por las bajas pasiones y por lo tanto incapaz de reinar.
A la hostilidad de los patriotas debía sumarse la incomprensión y la desconfianza que despertaba en el Emperador el interés de su hermano en ganarse el favor de los españoles mediante un gobierno justo e ilustrado. Napoleón siempre vio en España una pieza más de su complejo sistema imperial. Creer que la modernización del país podía acometerse bajo el paraguas de un ejército de ocupación llevó a José I a un error del que nunca pudo redimirse. La lucha contra el francés provocó el nacimiento de la moderna conciencia nacional y él jamás pudo hacer olvidar su condición de monarca extranjero. Pese a que muchos de aquellos patriotas eran unos reaccionarios fanatizados que anhelaban la vuelta de Fernando VII, un rey usurpador, déspota y felón que no había dudado en dejar al país sin soberano y sin gobierno para adular al Emperador contra el que se acababa de levantar su pueblo.
A través de dos decretos emitidos en febrero de 1809, José I liberalizaba la fabricación, circulación y venta de naipes, y autorizaba la desgravación de aguardientes y licores, origen de su falsa afición al juego y al vino. Los tópicos sobre su persona perviven aún hoy, y el que pudo haber sido el mejor rey y el impulsor de la modernización del país quedó para siempre en la memoria popular transmutado en un rey intruso y borracho que el pueblo expulsó.