Clío y Mnemosine.

Dos de las nueve musas de la antigüedad.

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Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez…Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.

Entre las Ficciones de Jorge Luis Borges –¡otra vez Borges!, pensarán-, Funes el memorioso lleva la relación entre la memoria, la historia y el individuo a un lugar inexplorado. El personaje central del relato es Ireneo Funes, un vecino de Fray Bentos que, con apenas 19 años, es abatido por un caballo, motivo por el que adquiere la capacidad de recordar cada detalle de lo que está a su alrededor, de lo que vivió y de lo que vive. Podía recordar un día entero en todos sus segundos, lo cual le tomaba otro día entero. Tullido por la caída, sin esperanza, Ireneo pasaba sus horas en un catre puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña recalcando su condición de eterno prisionero de su memoria, aunque veía en su condición un precio mínimo por lo que podía hacer. Sin embargo, Funes no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. Funes lo recordaba todo en un estado de vigilia improductiva, metáfora del sometimiento del sujeto al fluir de la realidad en su plenitud. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, explica el genial ciego casi al final de su parábola.

La humanidad debe a Cicerón y Quintiliano el recuerdo de una anécdota equivalente. Se trata de la visita que Simónides de Ceos realizó a un viejo conocido nuestro, el famoso estratega ateniense Temístocles para ofrecerle su arte de la memoria. En el exilio, Temístocles rechazó la oferta respondiéndole que sería mejor que le enseñara el arte del olvido, porque su memoria era tan potente que retenía incluso lo que no quería retener y no podía olvidar lo que deseaba olvidar, trascurriendo sus días martirizado. Desprovistos de una de las formas de la memoria, el olvido, el Funes imaginario y el Temístocles histórico se convierten en solitarios espectadores de un mundo multiforme, instantáneo e intolerablemente preciso.

Sirva lo histórico y lo imaginado para explicar que Historia y Memoria – Clío y Mnemosine- son representaciones del pasado, inseparables en el devenir de los hombres, presentes en las diferentes etapas prototípicas del olvido que retrasan el regreso a Ítaca de Ulises y en los pecadores que se olvidan de Dios y los bienaventurados que acceden a su memoria eterna en el periplo de Dante. Dos de las nueve musas, pero rivales porque el objetivo de la segunda es instaurar el pasado en su exactitud, mientras que el de la primera es aclararlo, aunque ambas puedan ser igualmente arbitrarias. El pasado sólo se entiende a partir del momento en que el historiador, en el presente, discrimina y realiza una selección forzada de datos vinculados a la memoria utilizando una disciplina científica, la Historia, con hache mayúscula. Percibir y recordar el universo en su plenitud simultánea y heterogénea es un atributo divino fuera del alcance de los hombres, lo que, además de una monstruosidad, satura el entendimiento con estupideces sin dejar lugar alguno para lo que realmente tiene importancia de ser recordado.

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