Cataluña, 1640.

Visiones de un conflicto político que bien podía haber acabado en revuelta.

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Príncipe que Reina mas en los coraçones que en las Ciudades; siendo primero señor absoluto de las voluntades que de los Pueblos. Así veía José Pellicer de Ossau la peculiar relación entre Felipe IV y sus súbditos en el panegírico La Astrea Safica. El cronista del Rey en la Corona de Aragón daba su visión de la Monarquía Hispánica, una forma de gobernar esencialmente religiosa y absolutista que, en un sistema supranacional no uniforme de Estado debía ser, en ocasiones excepcionales, oportunamente recordado.

Desde 1618, los europeos se encontraban enzarzados en la Guerra de los Treinta Años, un conflicto internacional entre los Habsburgo y los Borbones, en un intento de estos últimos de alterar el sistema de equilibrio ordenado por Felipe II a finales del siglo XVI. Disparado a partir de 1635 por la guerra contra Francia, el elevado coste de la contienda provocó el estallido del conflicto. Por un lado, se encontraba una Corte que intentaba aumentar su poder a costa de las leyes de sus diferentes territorios y exigía una mayor contribución bélica y fiscal en el caso catalán; por el otro, las instituciones políticas catalanas que se oponían al creciente intervencionismo del rey, usando todos los argumentos legales derivados de su legislación.

Además de una guerra internacional y una secesión política, en su origen la Guerra dels Segadors fue una revuelta social iniciada cuando Cataluña, reacia desde hacía años al proyecto de Unión de Armas, se vio obligada a albergar y soportar el abuso de los tercios alojados en el Principado y las levas forzosas motivadas por la guerra. El malestar se materializó en las fiestas del Corpus Christi de 1640, y pronto se convirtió en una lucha contra todos aquellos que habían permitido los alojamientos. Así, a la vez que se enfrentaban contra los soldados, los ataques de los campesinos y la plebe urbana se dirigieron contra los económicamente mejor situados, incluidos los propios dirigentes políticos catalanes, representantes de un régimen señorial contra el que no era la primera vez que se rebelaban.

Tradicionalmente, la Monarquía Hispánica había jurado respetar el ordenamiento jurídico y los privilegios de los distintos pueblos que la componían. Sin embargo, el monarca se reservaba la facultad otorgada por Dios de actuar como señor natural, potestas absoluta que no era algo desvinculado del Derecho, sino un privilegio que, en ocasiones, debía practicarse por razón del bien público. Para Felipe IV, las leyes de Cataluña dependían de su voluntad, mientras que para las instituciones catalanas eran los elementos jurídicos que vertebraban su realidad política. Con una monarquía absentista que consentía que la ejecución de sus políticas recayera en los validos, la revuelta inicial de 1640 consiguió alinear a grupos sociales antagónicos dentro de un bloque de resistencia frente a la pretensión de mantener la política insostenible del Conde Duque de Olivares.

De este modo, Cataluña se convirtió en la principal preocupación de la Corte, no sólo porque una Cataluña sublevada podría servir a los intereses franceses, sino porque los súbditos catalanes habían quebrantado la justa relación con su monarca natural, lo que podría percibirse en términos de guerra de religión.

La Astrea Safica de José Pellicer estaba lejos de dar respuesta política a la delicada situación de 1640 porque, como dije al principio, era un simple panegírico escrito con anterioridad a la crisis catalana. Sin embargo, fue objeto de una segunda edición publicada en Zaragoza en 1641, en la que se incluyó una nueva dedicatoria al Marqués de los Vélez, el Virrey de Cataluña quien días después tomó el mando de las tropas que marcharon sobre el Principado.

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