Eppur si muove.

Una frase que representa el paradigma del enfrentamiento entre ciencia moderna y dogma.

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Diciembre de 1613. Durante el desayuno ofrecido por la duquesa Cristina, madre del poderoso Cosme de Médici, el padre Castelli y el filósofo Boscaglia se enzarzaron en una acalorada discusión sobre el peligro que suponía aceptar el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra. Cuando Castelli le contó a su amigo Galileo lo sucedido, éste escribió una Lettera a Madama Cristina de Lorena, Granduchessa di Toscana, en la que, entre otras cosas, afirmaba que el movimiento o reposo de la Tierra o del Sol no son artículo de fe y no están en contra de la moral, añadiendo que es costumbre de las Escrituras decir muchas cosas que son diferentes de la verdad absoluta.

Hasta la fecha ningún modelo cosmológico se había ajustado mejor a la dogmática cristiana que la imagen del Universo ofrecida en la Física de Aristóteles y El Almagesto de Ptolomeo, un mundo único que situaba a la tierra, inmóvil, en el lugar central. El reino de la imperfección, de la corrupción y la muerte, pero también el escenario en el que se dirime el drama de la Salvación, un lugar de excepcionalidad indiscutible pues hacia él había dirigido la divinidad su próvida mirada. Una concepción pagana del mundo conocida en occidente gracias al infiel Averroes y que proporcionó a Santo Tomás de Aquino el sólido argumento del Primer Motor Inmóvil sobre la existencia de Dios.

Publicado setenta años antes de aquella anécdota, el De Revolutionibus orbium caelestium del clérigo y astrónomo Nicolás Copérnico jamás dudó del estatuto de excepcionalidad que la tierra debía poseer y de la finitud de la materia y del universo frente a la exclusiva infinitud de la divinidad. Pero si dudó de su inmovilidad, por lo que a finales del siglo XVI si en algo estaban de acuerdo católicos y protestantes era en el rechazo al copernicanismo como un sistema contrario al sentido común. De este modo, en la primavera de 1616, Pablo V señaló a la teoría heliocéntrica de Copérnico de necia y absurda, a la vez que formalmente herética, y la relativa al movimiento de la Tierra merecedora de idéntica censura, decretando la suspensión del De revolutionibus orbium hasta que se le corrija.

Florentino, hombre con merecida fama de intelectual y sincero amigo de Galileo, la llegada de Maffeo Barberini al solio pontificio fue interpretada por éste como el inicio de un tiempo nuevo en las relaciones entre ciencia e iglesia. Por este motivo, desde 1624 hasta 1630, se dedicó a redactar la que es la más famosa de sus obras el Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo, tolemaico e copernicano, publicado a principios de 1632 aunque inmediatamente confiscado por el Santo Oficio. Después de un año repleto de vicisitudes, el tribunal inquisidor encontró a Galileo vehementemente sospechoso de herejía. Oída la sentencia, que además de la prohibición de su libro incluía prisión formal y unas saludables penitencias, un anciano Galilei arrodillado pronunció su vergonzante abjuración pública teniendo ante mis ojos los Santos y Sagrados Evangelios que toco con mis manos, juro que he creído siempre, que creo ahora y que, Dios mediante, creeré en el futuro todo lo que sostiene, practica y enseña la santa Iglesia…

… ¡Eppur si muove!, exclamó al finalizar. ¡Sin embargo, se mueve!, el legendario aserto cosmográfico que ha pasado a la historia como el paradigma del enfrentamiento entre ciencia y dogma, aunque nunca pronunciado en ese contexto.

Galileo rompió definitivamente con la visión del mundo natural de Aristóteles y estableció las bases de un nuevo paradigma, una nueva forma de ver el mundo basada en el modelo heliocéntrico, con la que se pasa del mundo cerrado al universo infinito. Trescientos sesenta años después de aquel triste episodio, el Papa Juan Pablo II exoneró a Galileo de cualquier responsabilidad.

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