Un pobre hombre como yo.

Muchos dejaron testimonio del horror vivido, transformando su recuerdo en memoria.

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Eran los días más trágicos de Verdún, en abril de 1916. Todas las noches, mi ambulancia recibía directamente del frente centenares de seres, la mayoría mutilados horriblemente. Un carro me trajo un soldado alemán herido en un brazo, y un soldado francés herido en la pierna, ambos sencillos campesinos. Después de cuidarlos, los hice sentarse uno al lado del otro. El francés comenzó a armar un cigarrillo; después de unos instantes, vi que se dirigió a su vecino preguntándole si quería fumar. Entendí un sonoro ¡Ja! y vi una amplia sonrisa. El tabaco pasó a las manos del alemán, pero cuando el francés se dio cuenta de que el alemán no era capaz de armar un cigarrillo a causa de su herida, volvió a tomar el tabaco, armó un cigarrillo, lo encendió y se lo pasó a su vecino. Le interrogué. Era de las regiones ocupadas y desde hacía dos años no había recibido noticias de su mujer y de su hijo. Y como yo simulaba asombrarme de su comportamiento, con el objetivo de averiguar el fondo de su pensamiento oscuro, él, señalando a su vecino, me dio una respuesta que todavía hoy en día creo oír, ¿Qué quiere usted? ¡Es un pobre hombre como yo!

Paul Rivet, 3 de noviembre de 1919.

Por muy fascinante que pudiera ser, una anécdota no prueba ni explica nada. A veces, sin embargo, el historiador debe apelar a la utilidad de la anécdota justificada, la que ilustra sobre lo sucedido entre las bambalinas de la historia más visible, la intrahistoria desvelada por Unamuno. La historia de la gente sin Historia nos aproxima al ser humano, prescindiendo de las explicaciones globales y de las visiones cenitales que darían sentido al conjunto de los acontecimientos, en caso de que éstas existieran.

Frente a las continuas referencias a ataques, victorias y correctivos al enemigo, las guerras están cargadas de anécdotas que se limitan a mostrar la enfangada cotidianeidad llena de vísceras y metralla. Y de ejemplares muestras de ideales universales, como el relatado en la carta enviada por el ilustre antropólogo francés Paul Rivet a su colega alemán Theodor Koch-Grünberg, justo un año después de que el armisticio de Compiègne terminara con las atrocidades en el frente occidental. Lejos de utilizar la anécdota para vanagloria de sus soldados, el fragmento evidencia la importancia del momento en que su autor comprendió lo artificiales que son los sentimientos del odio. Convencido de que la enorme solidaridad de la miseria humana volverá a reunir con la misma fraternidad a quienes estaban motivados a matarse a causa de los gobiernos, finalmente se pregunta ¿Cuánto hay que luchar para convencer no sólo a la gran masa, sino también a la élite, de que tenemos razón?…

Estimulado por el imperativo moral que hacía concebir la suya como una experiencia universal, Rivet dejó testimonio de lo vivido, transformando su recuerdo en memoria, como tantos otros que habían experimentado aquel horror en primera persona. Así, la conmovedora anécdota sobre el soldado francés y el soldado alemán adquiere funcionalidad, contribuyendo a reactivar los vínculos rotos, los contactos interrumpidos entre sus colegas de la comunidad internacional.

Recientemente, en la conmemoración del inicio de la Gran Guerra, el presidente Hollande pronunció un sentido discurso ante su colega alemán Gauck, en el que dijo Francia y Alemania, más allá de los sufrimientos y del duelo, tuvieron la osadía de reconciliarse. La ceremonia tuvo lugar en la cumbre del Hartmannswillerkopf, nombre germano para una cumbre que, en los Vosgos alsacianos que dominan el valle del Rin, los galos prefieren llamar Vieil Armand.

Ahora observen la fotografía, acudan a las videotecas si quieren y cuenten, cuenten cuántas banderas alemanas son capaces de ver.

Fundador del Instituto de Etnología de la Universidad de París y del Museo del Hombre, en las principales obras de antropología alemanas casi no se hace referencia a Paul Rivet y su magna contribución a la historia de la antropología.

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