Los patines que son pedales.
Para que las tardes y muchos de nuestros días salgan rodando.
Puerto Rico, Gran Canaria. Agosto de 1984. En la radio, Escuela de calor de Radio Futura, y Hawaii Bombay de Mecano, sonaban como las canciones del verano. Yo tenía entonces siete años, daba clases de tenis, devoraba libros y no me separaba de mi walkman, con The Beatles y una selección de cintas de casette de la Super Pop.
En Puerto Rico están los recuerdos de todos los veranos de mi infancia y muchos de mi adolescencia: el Centro Comercial, los amigos, los días de playa, las colchonetas en la piscina, nadar hasta las boyas, la llegada al puerto de los barcos tras la competición de la pesca del Marlin, la escuela de windsurf, las noches de perritos y de contar historias sobre el césped…
Muchas primeras cosas tuvieron lugar allí, donde también aprendí a montar en bicicleta, una grande, con unas enormes dos ruedas y con la ayuda de mi padre. Fue él quien con paciencia me llevaba al parque por las tardes para que le diera a los pedales. La bicicleta era amarilla, una Orbea, y a mí me parecía tremenda.
Recuerdo aquel momento con mucha nitidez. Veo a mi padre, me veo a mí y podría describir con precisión los recovecos, las palmeras y los bancos que tenía aquel parque.
Muchos recuerdos que han vuelto justo ahora, cuando Teresa pide su primera «bicicleta con patines», que así como concepto no deja de ser curioso, pero que no sé yo muy bien de dónde habrá sacado ella esa asociación.
Y los patines que son pedales llegarán, serán rosas, seguro, y nos llevará más ahora, con el buen tiempo, a tardes de parque y de verla pedalear. Y en esas me veré yo como veía a mi padre, paciente, observando, sin perder detalle. Ciclos de vida. Que no hay expresión que venga más al caso.