Estamos en casa.
Entendiendo por casa todo aquel lugar que sientes como hogar.
Viernes, casa de mis padres. Teresa juega haciendo suyo cada rincón. – Mamá vamos a buscar la pelota. Yo la miro con condescendencia, con la ternura que me despierta verla tan hecha a sí misma. – Vale pero dame la mano – le digo – que no quiero perderme. Que fue mi forma de establecer el juego. Ella me mira y acompañada de esos gestos que lo explican todo, me dice – No Mamá, aquí no te pierdes. Sus brazos apuntaban al techo y sus ojos miraban las paredes. – Estamos en casa.
Y tenía razón lo estábamos. Llevamos en casa siete días y desde el primer momento siento que ella tiene esa sensación, y no hablo sólo de la vivienda, que también, hablo del lugar, de las calles, de los paisajes, de la playa y de la montaña. Porque en este tiempo que para mí ha sido de reencuentro con el lugar que forma parte de mí, que define parte de quien soy, la he visto como pez en el agua, con la determinación de quien conoce el lugar, de quien lo ha vivido, de quien lo siente suyo.
Porque hay cosas que trasciendo lo verbal, y en esas tengo yo la sensación de que Teresa se mueve con mucha soltura. Desde bien pequeña experimenta sensaciones de atracción o de rechazo hacia cosas o incluso personas, con una claridad abrumadora. Percibe y expresa con seguridad y sientes su bienestar o malestar sin tener que preguntar.
Pues eso le ha pasado en Tejeda, en Teror, en Mogán, lugares que ha hecho suyos desde ese correr sin fin que pone en modo ON cuando se divierte, y del que nos llevamos como recuerdo alguna caída con raspón de rodilla.
Y quizás estas son cosas que pasan cuando compartes con quien quieres lo que quieres, que consigues que lo que te gusta, lo que vives con pasión, lo haga suyo, lo sienta suyo.
-¡Mamá, Mamá! Estamos en Canarias. -Lo sé cariño, lo sé.
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