La carga de la brigada ligera.
El expansionismo ruso amenazaba seriamente los intereses occidentales en el Mediterráneo.
A finales del siglo XVIII la emperatriz Catalina de Todas las Rusias decidió arrebatar a los turcos las frías e inhóspitas tierras de una pequeña península situada en la orilla septentrional del Mar Negro de nombre Crimea, e inmediatamente encargó al príncipe Potemkin crear en Sebastopol el puerto base de una gran flota. Tanto empeño se explica porque los rusos ansiaban alcanzar el Mediterráneo Oriental, al que accederían navegando a través del Bósforo, el Mar de Mármara y el Estrecho de los Dardanelos, antiguo Helesponto ahora bajo control de un gigante con pies de barro.
Hacía tiempo que el desmoronamiento del arcaico y cainita Imperio Otomano se había convertido en un serio motivo de inquietud para las potencias europeas, quienes a principios del siglo XIX temían que la debilidad de la Sublime Puerta facilitase el camino hacia el sur al zar, obstinado como sus antepasados en mantener una agresiva política exterior a la vez que una situación interna de atraso, miseria y represión. El desplome y reparto de un imperio encabezado por corruptos sultanes de privilegiada extravagancia comenzó con la independencia de Grecia, aunque las reservas de todos los protagonistas lograron mantener un frágil statu quo ante el peligro que suponía un conflicto europeo generalizado.
Aparentemente, la Guerra de Crimea (1854-1856) se inició por una disputa de frailes entre monjes ortodoxos y católicos por la custodia de los Santos Lugares, Tierra Santa que por aquel entonces formaba parte del Imperio Turco. Cuando el zar Nicolás I se declaró protector de los varios millones de cristianos ortodoxos que vivían bajo dominio otomano y exigió que se le permitiese intervenir en territorio turco cuando se viera amenazada la seguridad de aquéllos, el Sultán, ofendido aunque consciente del escaso temor que despertaba, pidió ayuda a Gran Bretaña y Francia. Cuando Rusia invadió Valaquia y Moldavia y el Sultán declaró la guerra al Zar, Inglaterra no tardó en hacer oficial la declaración de guerra, a la que se adhirieron Cerdeña y Francia, teórica protectora de los católicos de Jerusalén y realmente temerosa del aumento de la influencia británica en la zona.
Haciendo memoria, muchos recordarán La Carga de la brigada ligera, pero muchos menos recordarán Balaclava como el lugar donde se produjo la tristemente famosa carga que, inmortalizada por Lord Tennyson y Errol Flynn, forma parte de la leyenda heroica del Reino Unido, a pesar de que cinco regimientos de caballería fueron aniquilados en un ataque suicida dudosamente épico. La de Crimea es una de esas guerras de las que nadie se acuerda. Hasta que truena.
Por muchos motivos, la de Crimea está considerada la primera guerra contemporánea, antecedente de la Primera Guerra Mundial donde los intereses geoestratégicos de varias potencias occidentales sirvieron de apoyo a los musulmanes para debilitar a Rusia o a sus aliados, como ocurrió casi siglo y medio más tarde en Yugoslavia. Además, la humillante derrota puso de manifiesto el gran retraso del imperio de los zares respecto a Occidente, circunstancia entre otras que más tarde conduciría a la Revolución de Octubre. A mediados del siglo XX, Khrushchev cedió Crimea a Ucrania, un alarde patriótico que tras la independencia de Ucrania en 1991, se convirtió en fuente de conflicto. A pesar de todo, Rusia consiguió retener el control de la base de Sebastopol, recuerdo de su pasado imperial, un importante enclave para el control del Mediterráneo, Oriente Medio y Los Balcanes, baza imprescindible para seguir siendo una gran potencia euroasiática. Recientemente, Yanukovich extendió la cesión de las instalaciones hasta 2042, algo que ha irritado extremadamente a los nacionalistas ucranianos. Es deseable que lo que ocurra a partir de ahora quede simplemente en eso, en otra Carga de la brigada ligera.