Cinco segundos.
Se cumplen cincuenta años del magnicidio de Dallas.
El Lincoln negro circulaba suavemente mientras el hombre pelirrojo de mandíbula firme sonreía a algunas personas, muy pocas, que lo saludaban desde la acera. Su esposa, morena y atractiva, también sonreía. El automóvil de seis asientos prosiguió su marcha en una curva, para afrontar el paso a nivel de la calle Elm. Un tipo subido a un banco del parque levantó un cartel, Señor Kennedy, lo desprecio por sus ideas socialistas. Después sonó un disparo. Kennedy se llevó la mano a la garganta y quedó paralizado. No por el miedo. Vuelto, el hombre de delante masculló algo y se encogió. Jack… Jack, gritó Jacqueline Bouvier mientras se inclinaba hacia un cuerpo que comenzaba a doblegarse. Con el tercer disparo, definitivamente rodó hacia el piso del automóvil. Con un lamento desesperado, la mujer cuyo vestido rosa comenzaba a mancharse de sangre, gritó al agente del servicio secreto, Ayúdeme… ayúdeme… ellos lo han matado…, ellos… El reloj marcaba las 12 horas y 31 minutos del viernes 22 de noviembre de 1963.
A mediados de octubre, después de siete semanas de incesante búsqueda, Lee Harvey Oswald, un joven casi analfabeto, desempleado y neurótico, había encontrado un empleo a un dólar y veinticinco centavos la hora en el almacén de la Texas School Book, algo insólito en un organismo gubernamental, de acuerdo con su declarada fe marxista. Ocho días después, se le acusó de disparar a Kennedy con un rifle italiano que compró por correo en una armería de Chicago. El domingo 24 de noviembre, Jack Ruby, dueño de un club nocturno, también casi analfabeto y con conexiones con la mafia de la ciudad del viento, asesinó a Lee Oswald de un balazo calibre 38. Estos son los escuetos hechos sobre los que durante cincuenta años han surgido tantas dudas, porque, de toda esta historia, hay sólo dos hechos ciertos, los vistos por todo el mundo, que Kennedy fue asesinado, y que Oswald fue liquidado por Ruby.
En contra de lo que muchos creen, la Comisión Warren no se reunió para investigar quiénes mataron a Kennedy, sino para probar que Oswald lo hizo solo y para acabar lo que un gánster de poca monta con el orgullo patrio ofendido, había empezado al asesinar a Oswald. Por las consecuencias que ello supondría, la Comisión no podía dictaminar que existió una conspiración para matar al presidente. Con todos los recursos de la Casa Blanca a su disposición, el FBI, la CIA, el Servicio Secreto y todos los Men In Black, su informe no alcanzó a aclarar los desconcertantes sucesos ocurridos antes, durante y después del magnicidio. Hubo tres versiones oficiales contradictorias, testigos presenciales ignorados, alteración de pruebas médicas, ocultación del número de disparos, un desfile de evidencias urdidas y distorsión, mucha distorsión.
Cuando el niño bonito de Boston llegó a la presidencia en 1960, los Estados Unidos rescataban a Europa a través del Plan Marshall y del recio telón de acero que los separaba de la humanidad socialista. Sin embargo, permanecían ciegos a la realidad interior del país, la terrible desigualdad entre blancos y negros y el infortunio de los diecisiete millones de norteamericanos que cada día se acostaban sin comer. Una realidad que a los ojos del mundo hizo que fueran perdiendo su condición de líderes occidentales. Fue en ese momento cuando apareció un gobernante de la talla de Kennedy, que no sólo llegó al poder para tratar de recuperar el prestigio perdido en el mundo, sino que supo captar la apagada rebeldía de los desheredados, anunciando la rebelión del gobierno contra un medio hostil, los sectores políticos y económicos más reaccionarios. La ley de igualdad de derechos civiles era sólo la punta de lanza. Sólo le bastaba ser reelegido en 1964 para seguir.
Pero, para un alma oscurecida por el temor y el odio, ser liberal significaba ser comunista. Y a ellos les correspondía dar respuesta de cómo se gestó la muerte del presidente. Por eso, después de cincuenta años es de temer que pasarán muchos más sin que podamos saber quiénes fueron ellos.