Un Dios en un país sin Dios.
Con la Revolución Cultural, Mao se dispuso a destruir China para salvar China.
En 1960, el Gran Timonel anunció que comenzaba una nueva revolución, La Revolución Cultural, cuyo propósito era acabar definitivamente con las denominadas cuatro antiguallas, las viejas ideas, la vieja cultura, las viejas costumbres y los viejos hábitos. Para muchos fieles de la revolución permanente y la lucha de clases, aquel anuncio, lejos de limitarse a un debate teórico, se plasmaría en iniciativas concretas. Sin embargo, la realidad resultaba aún más siniestra y lo que en apariencia era un experimento revolucionario del Partido Comunista Chino (PCCh), en realidad era una cortina que ocultaba una feroz batalla por el poder que sumió al país en el caos entre 1966 y 1969.
Desde su llegada al poder en 1949, Mao Zedong había copiado el modelo económico de sus aliados soviéticos, basado en la planificación centralizada, el control del estado de los medios de producción y el partido único. En el triunfo de ambos procesos revolucionarios había un denominador común, el protagonismo decisivo que habían tenido las masas populares, y sus respectivos gobiernos estaban convencidos de que la movilización de éstas permitiría alcanzar una prosperidad inimaginable. Sin embargo, el primero de los planes económicos chinos supuso la mayor hambruna en la historia de la humanidad, en la que murieron treinta millones de personas. Hecho que resultaría paradójico si no fuera porque el Gran Salto Adelante consistía en abandonar las cosechas en un país de agricultores para pasar a fabricar acero en un país sin proletariado.
Dentro del PCCh, líderes como Deng Xiaoping cuestionaron las iniciativas radicales, utópicas y voluntaristas del presidente, altos mandos que, no exentos de ambición y pragmatismo, pretendían mejorar la gestión de la economía de un sistema a punto de colapsarse. El astuto guerrillero que había combatido contra el Ejercito Imperial Japonés y provocado la huida a Taiwan de los nacionalistas de Chiang Kai-Shek, continuaba siendo el gran líder unificador de China, pero estaba perdiendo el control del partido. Además, se había distanciado de la URSS poststalinista, decidida por aquel entonces a una coexistencia pacífica con occidente. Mao sentía que el desafío interior amenazaba su liderazgo en la órbita comunista y, negándose a interpretar un papel secundario, acusó tanto a sus rivales como al soviético Kruschev del mismo revisionismo antirrevolucionario.
Mao, que con el Gran Salto Adelante no había conseguido realizar un milagro económico, lo intentó con un gran milagro político, la Revolución Cultural. Y para eso había que destruir China para salvar China. En esta ocasión, las masas populares protagonistas no fueron los campesinos, sino la Guardia Roja, cientos de miles de jóvenes idealistas que, adoctrinados con un pequeño Libro Rojo y bajo consignas como Bombardead el Cuartel General y Rebelarse está justificado, sembraron el terror delatando, criticando, humillando y agrediendo a dirigentes del partido, burócratas, profesores , intelectuales y padres. Acababa de nacer un nuevo sistema de enseñanza en el que nadie era inmune a ser considerado enemigo de clase, burgués, revisionista y contrarrevolucionario, que debía someterse a un juicio popular callejero y, a veces, morir apaleado. Mao había fundado un partido que ya no controlaba, pero manipulaba la ira de los jóvenes para destruirlo y refundarlo a su medida.
Quizás, el apelativo cultural no hubiera tenido sentido sin la participación de la vehemente esposa de Mao, y esta orgía de fanatismo y violencia se hubiera llamado de otra forma. Pero la antigua actriz Jiang Qing, –Madame Mao o la emperatriz roja-, interpretaba de manera impecable su nuevo papel de perfecta líder política maoísta. Madame Mao transformaría la cultura de tal forma que cualquier arte conocido era pequeño-burgués. Prohibidos los espectáculos tradicionales, la nueva cultura se redujo a un puñado de óperas y ballets revolucionarios. Diría que aburridos y de bastante mal gusto si no fuera porque se arrasaban bibliotecas y los intelectuales, en el mejor de los casos, eran deportados. El pensamiento de Mao era la única guía en el camino revolucionario. El Gran Padre se había convertido en un Dios en un país sin Dios.
A finales de los 60, mientras los jóvenes occidentales protestaban en París, Washington o Madrid, la Revolución Cultural había matado a millones de personas y la sociedad china se había descompuesto. En 1976, a las tres semanas de la muerte de Mao, Jiang Qing y su pandilla, La Banda de los Cuatro, fueron detenidos y juzgados. Con su desafiante arrogancia y teatralidad habitual, Madame Mao vociferó en su defensa Soy la perra de Mao. Cuando me pedía que mordiera, yo mordía. Con este juicio se había vuelto a la cultura tradicional china de echar la culpa de los errores del hombre a una mujer maliciosa. Comenzaba una nueva era.