Tres libros para celebrar el Día de las Escritoras 2018.
El pasado día 15 y bajo el lema 'Rebledes y transgresoras' se celebró el Día de la escritoras 2018. Un homenaje a las escritoras que se revolvieron contra el sometimiento intelectual.
Hubo un tiempo en que escribir sólo se le permitía a las monjas y las nobles. Sólo desde el poder o la virtud era admisible un acto tan impropio (una “anomalía”) de la condición femenina. Así fue prácticamente hasta el siglo XIX. Con el Romanticismo, algunas mujeres se negaron a seguir escribiendo en silencio. Pero aunque desenterraron la pluma, muchas continuaron manteniendo sepultados sus nombres. Publicar con seudónimo masculino fue una tendencia que Virginia Woolf boicoteó.
A partir del siglo XX, las voces y las letras femeninas se levantaron contra el silencio y el anonimato. Un viaje arduo, pero imparable, complejo, sí, y con muchas lagunas. Tantas que, pese al número creciente de escritoras brillantes y reconocidas públicamente, muchos libros de texto, estudios, memorias, manuales y antologías literarias, aún las ignoran. Proyectos como Las Sinsombrero —decidido a rescatar la memoria de las literatas y artistas españolas del siglo XX— y otras iniciativas similares han recuperado el nombre y la obra de muchísimas de ellas tan injustamente desdeñadas.
Fruto de la colaboración de la Asociación Clásicas y Modernas y la Federación Española de Mujeres Directivas, Ejecutivas, Profesionales y Empresarias con la Biblioteca Nacional nace en 2016 el Día de las Escritoras. ¿El objetivo? Reivindicar el legado literario femenino a través de la lectura de fragmentos de las obras de diferentes de la lectura de fragmentos de las obras de diferentes autoras españolas e hispanoamericanas. Desde entonces, en cada edición se designa una comisaria, que elige el tema y lema correspondiente de un evento al que se suman otras instituciones como el Instituto Cervantes, el Centro Dramático Nacional o la Red de Bibliotecas del Ayuntamiento de Madrid. También en Latinoamérica, México, Chile, Argentina, Perú y Panamá celebran este día tan significativo.
En el Día de las Escritoras 2018, ha sido Joana Bonet quien, bajo el título Rebeldes y transgresoras, ha querido rendir homenaje a todas esas escritoras que se revolvieron contra el “sometimiento intelectual”, remaron contracorriente y cuestionaron todas las imposiciones que pretendían cercenar su libertad individual y su desarrollo personal.
Entre las veintiuna escritoras españolas e hispanoamericanas cuyos textos se leyeron en el acto celebrado en la Sala Patronato de la Biblioteca Nacional, hoy quisiera destacar a tres. Ana María Matute y Carmen Martín Gaite porque son mis referentes, ambas maestras del lenguaje que desafiaron a la sociedad, a la educación represiva de su juventud. Y lo hicieron con una elegancia e inteligencia excepcionales. Carmen de Burgos porque de entre todo el maremágnum de nombres femeninos brillantes y desconocidos, fue objeto de un soterramiento devastador. Desde que murió en 1932 no se ha vuelto a saber de ella hasta hace un par de años. Y eso que fue una pionera del periodismo y las letras, un icono de la defensa de la igualdad. O precisamente por ello.
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Carmen de Burgos. La malcasada.
Carmen de Burgos Seguí nació en Rodalquilar (Almería), en una fecha indeterminada (entre 1867 y 1879). Allí creció feliz y tranquila, “en esa tierra, mora, en mi inolvidable Rodalquilar, se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de Leyes y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios”. Ella, Colombine, fue la primera periodista española que trabajó en una redacción (la del Diario Universal), hizo campaña a favor de la objeción de conciencia, el divorcio —ella misma escapó de la opresión de un marido odioso y juerguista, instalándose sola en Madrid— y el sufragio femenino. Estudió, su padre le abrió las puertas de su biblioteca y de la cultura. También viajó y plasmó sus experiencias en la obra Mis viajes por Europa, donde comenzó a relacionarse con la intelectualidad de la época y descubrió los salones literarios.
El divorcio en España (1904); Al balcón (1913), contra la guerra; La mujer moderna y sus derechos (1931) son algunos de sus ensayos más polémicos. Pero también escribe novelas —La hora del amor (1916), La rampa (1917), La malcasada (1923) o Quiero vivir mi vida (1931)— e infinidad de historias cortas, muchas de ellas publicadas por entregas.
La editorial Renacimiento recuperó y publicó en 2016 una bella edición de La malcasada, prologada por Emilio Sales (ISBN: 9788416685967). Tal vez sea la novela más autobiográfica de una escritora excepcional cuya obra quedó sepultada bajo la censura del franquismo.
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Carmen Martín Gaite. Lo raro es vivir.
El arte narrativo de la escritora salmantina me cautivó desde la primera línea que leí no recuerdo ni cuándo. Carmen Martín Gaite pasó su infancia en la capital charra, al abrigo de una familia culta y acomodada que le proporcionó una excelente formación. Carmiña, como la llamaban en casa, pronto mostró dotes literarias y una imaginación prodigiosa. Así comenzó a asomarse a la vida y a las palabras. Todo a la vez. Y así continuó hasta el final de sus días. Ya en Madrid, cultivó la amistad con muchos de los representantes de la llamada Generación del 50, a la que acabó perteneciendo. Entre ellos a Josefina Aldecoa y Rafael Sánchez Ferlosio, con quien se casó después.
Martín Gaite cultivó todos los géneros literarios con idéntica sensibilidad. Escribió como vivió, observando, hilando letras con paciencia y determinación, siembre asomada a las ventas de lo cotidiano y de lo extraordinario. Ella, que no concebía la vida sin la letra, hizo de las palabras el instrumento para rescatar la realidad y también para soportarla, “sin mirarla a la cara”.
Aunque mi favorito es Nubosidad variable, Lo raro es vivir no se queda atrás. Ni tampoco su obra póstuma, recién recuperada por Siruela: Los parentescos. Una muestra más de su estilo narrativo, su dominio de los recursos lingüísticos y la seguridad y serenidad que otorga la experiencia.
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Ana María Matute. Demonios familiares.
“Nunca se preocupó nadie de mi corazón. Mi corazón y yo crecimos extrañamente, dentro de un mundo frío y distante”, escribió Ana María Matute, que desde niña se refugiaba en los bosques de Mansilla de la Sierra (Logroño). La niña nacida en Barcelona no gozaba de buena salud, así que los padres pensaron que el clima de La Rioja quizá mejorase su naturaleza delicada. Allí vivió con sus abuelos desde que cumplió ocho años. Allí descubrió los secretos escondidos bajo la corteza de los árboles, los misterios de las sombras, el olor de la tierra. Allí comenzó a desarrollar ese maravilloso universo lírico que después convirtió en libros.
Ana María Matute fue una de las grandes damas de literatura española del siglo XX. Y parte del XXI (nos dejó en 2014). Desde el Sillón K de la Real Academia, que ocupó desde 1998, recibió el Premio Cervantes (2010) y un Nacional de Literatura (2007). El anterior lo obtuvo años antes (en 1959), como el Planeta del 54 por Pequeño teatro, el Premio de la Crítica (1958) o el Nadal por Primera memoria también en 1959. Fueron sólo algunos de los galardones que conquistó. No le importaban demasiado. A igual que las etiquetas, el éxito o la fama. Porque ella no escribía para ganar premios (dinero sí; tenía un hijo que mantener tras abandonar a su marido en una época en la que divorciarse era poco menos que una herejía).
Además de Olvidado Rey Gudú, que es una obra maestra, hacerse con un ejemplar de su obra póstuma (e inacabada), Demonios familiares, es casi una obligación literaria. El penúltimo homenaje a la inmensa e intensa escritora que fue. Se trata de es una historia de amor y culpabilidad, de traiciones y amistad, al más puro estilo de la autora. Transcurre en una pequeña ciudad interior española en 1936, con una protagonista femenina (Eva) que pronto será inolvidable.
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