Recordando a Ana María Matute.

"No pretendo que abandonemos este mundo, nuestro mundo, tan sólo que nos aventuremos por unos instantes en los otros mundos que hay en éste".

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Ana era una niña curiosa, inteligente, sensible, divertida, traviesa y algo despistada. Ana jugaba en los campos y se perdía en los bosques buscando tesoros escondidos. No temía a las sombras, a las tormentas ni al cuarto oscuro porque ella —que todavía no sabía leer—, sí sabía que la oscuridad brilla, más aún, resplandece, que las tormentas apagadas duermen en las cortezas de los viejos troncos y las sombras no son más que la memoria de nuestros sueños.

Ana cuenta que en aquella época contemplaba los libros, fascinada. Deslizaba sus manitas entre las páginas y sucumbía ante el entramado de hormiguitas negras que surcaban el papel. Cuando yo sea mayor —pensaba entonces— haré esto. Ni siquiera sabía que “esto” era participar del mundo imaginario de la literatura. Después, cuando aprendió a descifrar aquellos extraños símbolos, supo que era posible recrear los mundos fantásticos que le narraban sus niñeras. Ella ya conocía las palabras y las historias que aún estaban por escribir. Solo tenía que empezar a construir su propio universo mágico. Y a los cinco años escribió El duende y el niño, su primer cuento. Y lo ilustró también.

Ana vivía en Barcelona, pero cuando cumplió ocho años la enviaron con sus abuelos a Mansilla de la Sierra (Logroño). Allí descubrió el bosque. Un lugar fascinante y misterioso que acabó de desvelarle los más íntimos secretos de las palabras. Porque en el bosque existen rumores y sonidos totalmente desconocidos por los humanos… Y todas esas voces, esas palabras, sin oírse se conocen, en el balanceo de las altas ramas, en la profundidad de las raíces que buscan el corazón del mundo. Allí presentí y descubrí, minuto a minuto, la existencia de innumerables vidas invisibles.

Y poco a poco, mientras tejía ese maravilloso universo lírico —que era suyo pero no exclusivo, pues nunca dejó de invitarnos a recorrerlo con ella, a descubrir sus misterios, su magia, su simbolismo— hecho de recios troncos, tallos verdes y gotas de rocío, del susurro de los pájaros y el rumor de los ríos, Ana se fue convirtiendo en Ana María Matute. Sin embargo, supo mantener la esencia de esa niña inquieta y delicada que creía en la imaginación y en la fantasía de los sueños, en el hechizo de la palabra y los recuerdos ignorados porque sólo los adultos que conservan en su interior algo del niño que fueron se salvan de la mediocridad y de la miseria. Tal vez por eso su obra es tan inmensa como ella misma, como sus bosques. Porque escribir, para ella, siempre fue como adentrarse en un bosque, como recuperar una y otra vez aquel día en que creí que podría oírse crecer la hierba.

A Ana María Matute, que no le gustaba pronunciar discursos porque nunca dejó de ser Ana, no le quedó más remedio que pronunciar el más difícil, comprometido y arriesgado de su vida —dice—, un 18 de enero de 1998 cuando se sentó por primera vez en sillón K de la Real Academia de la Lengua Española. Y de ese discurso —En el Bosquetan difícil, tan comprometido y tan arriesgado pero tan maravilloso, tan delicado, tan poético y tan delicioso como su propia obra, he extraído todas las citas de este pequeño homenaje a la gran dama de las letras españolas del último siglo.

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