Cabanis: la dura mirada de la indiferencia histórica.

Pierre-Jean se dedicó a estudiar lo que le gustaba, con éxito.

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Pierre-Jean Georges Cabanis nació en Cosnac. Sus comienzos como estudiante no fueron los mejores. Era problemático. Lo era para los curas que no conseguían someterle. Su padre, abogado y empresario agrícola, un hombre duro, decidió mandarle a París para que se buscara la vida con catorce años. Eso sí, le encomendó a todos sus amigos, entre los que estaba Turgot. Pierre-Jean se dedicó a estudiar lo que le gustaba, con éxito. Leyó a los grandes: Platón, Cicerón, San Agustín, Montesquieu, Locke, Rousseau, Voltaire. “Nacido poeta”, como dijo Destutt de Tracy, en el discurso de aceptación del puesto que Cabanis dejó libre en la Academia de Ciencias al morir, “dotado de la sensibilidad más viva y la imaginación más brillante, las Musas tuvieron su primer homenaje”. Con estas palabras estaba diciendo muchas cosas.

El primer homenaje al que se refería era la traducción emprendida por un joven Cabanis de La Iliada de Homero, el príncipe de los poetas griegos. Y las Musas apuntaba a la logia Les Neuf Soeurs, en honor a las nueve musas griegas, a la que perteneció Cabanis, y en cuyo entorno decidió traducir la obra.

Para encontrar la manera de publicarla cuando estuviera acabada, Turgot le presentó a Mme. Helvétius, quien le aprohijó para el resto de su vida. Mme. Helvétius, como otras grandes damas francesas de la época, dedicaba sus días a poner en contacto en los salones de su casa de Auteuil a las mentes más brillantes de Francia. Fue allí y de su mano como Cabanis conoció a quienes serían sus amigos más cercanos ideológicamente y más queridos también: Mirabeau, Condorcet y Benjamin Franklin, quien le regaló su bastón y su espada de teniente general al regresar a los Estados Unidos. Pero también D’ Alembert, Condillac, Malesherbes, Garat o Morellet.

Con 20 años, su padre le presionó para que estudiara algo de provecho. De salud débil, y aconsejado por su propio médico, Dubreuil, se decidió por la medicina. Así fue como Dubreuil pasó de ser su médico a ser su maestro y su amigo. Se lo tomó tan a pecho y era tal su pasión por la lectura de los clásicos, que se prohibió a sí mismo durante años la lectura de una sola página de Homero, Virgilio o Racine. La traducción quedó inacabada. Sí tradujo en aquella época a Hipócrates y Galeno. Y se enamoró de su profesión. Estudió la ciencia médica y su enseñanza, dio clase en la Escuela de Medicina, además de ejercer toda su vida, también cuando tuvo que refugiarse en Auteuil durante el período del Terror. Los campesinos a los que ayudó a sanar fueron los que le protegieron de las redadas.

Quiso reformar la medicina incorporando el espíritu filosófico: sistematizar sus principios mediante la observación, la experiencia y el razonamiento; perfeccionar su método de enseñanza; regenerar el lenguaje médico erradicando aquellos términos que llevaran a confusión y oscurecieran la medicina.

Presentó a Mirabeau un proyecto de reforma de la enseñanza pública y a Garat otro sobre la reforma de la enseñanza de la Medicina. Se opuso con firmeza a la guillotina, los “asesinatos jurídicos”, como él los llamaba, de la época del Terror.

Como profesor, renovó la manera de exponer sus enseñanzas, haciendo hincapié en la obligación del medico de conectar con los sentimientos y problemas afectivos de sus pacientes y no limitarse a aplicar una técnica, sino sanar de algún modo moralmente también, mediante la entrega, facultad que solamente el hombre tiene.

Además, fue un pionero de lo que hoy consideraríamos la fisiología psicológica que relaciona el funcionamiento de la actividad física con las sensaciones que, según él, se generan y surgen del cerebro.

Y, a pesar de ello, la historia no le ha dedicado el reconocimiento que un hombre así, poeta, filósofo y médico,  merece. Algunos estudiosos del tema argumentan que se debe a su defensa de la religión en un momento en el que el laicismo furibundo ganó la partida. Otros apuntan a sus amistades políticas, ya que sus intentos por mejorar la situación de Francia y las condiciones de sus conciudadanos le llevaron a presentar al gobierno que estuviera al mando sus propuestas. Nunca traicionó sus ideales y fue hostil a Napoleón.

Uno de los actos que muestran su grandeza de corazón es el final de Condorcet, su amigo más querido, maestro, concuñado. Acosado, Cabanis le encontró un escondite en el que ocultarse. Al apresarle, tras una noche en prisión, fue descubierto cadáver: se suicidó con veneno. El que le había pedido días antes a Cabanis previendo que una situación así pudiera darse.  Le encomendó su obra y su familia, y Cabanis fue fiel a esa amistad y a su responsabilidad al cien por cien.

El cuerpo de Cabanis está enterrado en el Panteón de París. Su corazón descansa en el cementerio de Auteuil, junto a su mujer.

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