Louis Frederick Fieser, la química del bien y del mal.
Louis Frederick Fiese era un científico preocupado por la comunicación del saber, por el estilo al escribir sobre Química.
No se sabe qué olor le gustaba por las mañanas a Louis F. Fieser (1899-1977). Probablemente, no era el olor del napalm, como al teniente Kilgore, magníficamente interpretado por Robert Duvall en Apocalypse Now, la película de Coppola del año 1979. Dos años antes moría en Belmont (Massachusetts, Estados Unidos) el inventor de esa sustancia, el napalm, Louis F. Fieser. No sé si vio la película o algún reportaje de los efectos de su invención. Él había declarado años antes, al ser interrogado por algún molesto periodista, que su trabajo era la investigación y que no se le pasaba por la cabeza juzgar la moralidad de sus logros. De helar la sangre.
Y, sin embargo, era un amante esposo, fantástico profesor, buen compañero, capaz de entusiasmar a sus equipos de investigación, de ilusionar al alumnado y de crear un ambiente de trabajo armónico y tranquilo. Un buen hombre.
Se enamoró de su ciencia muy pronto, junto con la literatura. Y combinó ambas de alguna manera: era un científico preocupado por la comunicación del saber, por el estilo al escribir sobre Química. De los pocos.
El descubrimiento del napalm no fue el único «logro» para la guerra de Fieser. Investigó con otras sustancias incendiarias y explosivas. Aunque no todos los experimentos salieron bien. Por ejemplo, los murciélagos-bomba tuvieron problemas. Se trataba de atar en el vientre de cientos de murciélagos una bomba incendiaria y soltarlos desde un avión. Los murciélagos, desorientados se colarían en edificios en instalaciones y al estallar la pequeña bomba se producirían cientos de pequeños incendios simultáneos. El problema fue que algunos murciélagos escaparon del laboratorio militar y se produjeron incendios en la propia base americana.
Pero las investigaciones de Fieser abarcaron mucho más. Todo empezó en la universidad cuando comenzó a analizar las propiedades y síntesis de las quinonas, una sustancia derivada de compuestos orgánicos aromáticos como la naftalina o el benceno. A eso dedicó gran parte de su investigación y consiguió sintetizar la vitamina K, o desarrollar medicamentos para luchar contra la malaria.
Estudió los esteroides, publicando trabajos como que alcanzarían gran relevancia en los 60 y 70. Investigó en la lucha contra el cáncer y los efectos del tabaco sobre la salud.
Se casó con una de sus primeras alumnas cuando comenzó su carrera académica en Bryn Mawr, Mary Peters. Amaba el laboratorio y la experimentación como el deportista ama su deporte, y no podía más que unirse a otra investigadora, tan apasionada de la química como él. Juntos desarrollaron sofisticados experimentos y descubrieron dos reactivos para la síntesis orgánica llamados reactivo de Fieser y sustancia Fieser.
Era tan querido como profesor que hicieron una camiseta con su nombre (Louie) en Harvard, con la que el propio Fieser acudía a sus clases. Era insuperable incentivando a los alumnos para mejorar, y para ello, nada como la competición. Inventó un concurso en el que se medía con sus alumnos para sintetizar un compuesto amarillo con una pureza determinada en el menor tiempo posible. El mejor tiempo siempre era el suyo pero, año tras año, cometía adrede algún error técnico para forzar su descalificación.
Pero no sentía la obligación de calificar moralmente el napalm solamente por haberlo inventado, al fin y al cabo, tan sólo era un investigador.
Tras la visión idílica del profesor esforzado y carismático, del científico amable y devoto, se erige la sombra de los muertos abrasados vivos por napalm en la II Guerra Mundial, en Vietnam, la Guerra de Corea, la guerra de Iraq.
Se le escapó el Nobel, aunque uno de sus discípulos lo obtuvo, y le concedieron muchos premios y todo el reconocimiento científico.
¿Podemos pedir arrepentimiento al científico cuando la empresa financiadora es el mismo gobierno? ¿cuando se le premia, se limpia su expediente, se omite lo inconveniente para mantener la corrección política hasta en la ciencia?
Y, por otro lado, ¿cuántas vidas habrá salvado con sus avances contra la malaria, el cáncer, etc.? ¿cuánto bien habrán hecho, no solamente él, sino sus discípulos, motivados por su entrega como profesor y su personalidad? ¿Hay que hacer un sumatorio de los efectos positivos y negativos?
Tal vez, esta disociación entre el bien y el mal, no solamente aparece en la química, o en la investigación de otras ciencias. Tal vez es propio del ser humano, capaz de lo más sublime y lo más terrible, del arte y de la denigración, de lo más bello y lo más feo. Somos lo que somos. Evitar mirar de frente lo peor de nosotros, no lo elimina.