John von Neumann: el no-Premio Nobel.

Si la gente no cree que las matemáticas son simples es porque no se dan cuenta de lo complicada que es la vida.

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Si la gente no cree que las matemáticas son simples es solamente porque no se dan cuenta de lo complicada que es la vida.

El pasado lunes 15 de octubre se anunció la concesión del Premio Nobel de Economía a Alvin Roth y Lloyd Shapley  destacando que «la combinación de la teoría básica de Shapley y las investigaciones empíricas de Roth, experimentos y diseño práctico, ha generado un floreciente campo de la investigación y mejorado el rendimiento de muchos mercados.» Se trata de la Teoría de Juegos y la Economía Experimental. La Teoría de Juegos es, en realidad, una mezcla de teoría de la decisión y de matemáticas aplicadas ya que estudia la elección de la conducta óptima cuando los costes y los beneficios de cada opción no están fijados de antemano, sino que dependen de las elecciones de otros individuos. Es decir, analiza la estrategia en la toma de decisiones cuando tenemos que tener en cuenta las decisiones de los otros, y los otros las nuestras.

Pero no fueron Shapley y Roth quienes la descubrieron y formalizaron. Como tantas veces sucede en las ciencias, el descubrimiento de la Teoría de Juegos fue algo paulatino, dilatado en el tiempo y no me atrevería a fijar una fecha de descubrimiento. Pero los primeros que la formalizaron fueron Oskar Morgenstern y John von Neumann, un alemán y un húngaro que se conocieron ante la insistencia de un amigo común, Karl Menger, hijo del fundador de la escuela austriaca de economía, Carl Menger. Ambos escribieron conjuntamente el libro Theory of Games and Economic Behaviour, publicado en 1944. De los dos, probablemente John von Neumann habría obtenido el Nobel de Economía de haber existido en su época. Pero, lo cierto es que el Nobel de Economía, cuyo nombre oficial es Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel, fue instituido en 1969 por el Banco de Suecia, y John von Neumann murió en 1963 a los 52 años de edad.

Nacido en una familia de judíos acomodados de Budapest, János von Neumann americanizó su nombre al llegar a Estados Unidos. Johnny, como le llamaban sus amigos, era un personaje muy peculiar. Tenía una prodigiosa memoria y estaba especialmente dotado para las matemáticas. Con seis años bromeaba con su padre en griego y era la atracción en las reuniones familiares porque era capaz de memorizar columnas enteras de la guía telefónica.  Su primer artículo académico lo publicó con solamente 19 años. Se matriculó en Matemáticas en la Universidad de Budapest pero no asistió a las clases sino que, al mismo tiempo, estudió Química en la Universidad de Berlín. A pesar de ello sus calificaciones en los exámenes de matemáticas fueron excelentes. Continuó su licenciatura en Química en Suiza. Recibió su título de Ingeniero Químico por la Technische Hochschule de Zurich y su doctorado en Matemáticas por la Universidad de Budapest en 1926, con 23 años.

Tras casarse con su novia de toda la vida, Marietta, se fue a los Estados Unidos a enseñar en la Universidad de Princeton. Allí fue uno de los pioneros de la ciencia de la computación en la década de los 30. Pero ante la ascensión de Hitler y el estallido de la II Guerra Mundial, John von Neumann puso su cerebro al servicio del gobierno de los Estados Unidos y participó activamente en el Proyecto Manhattan. Colaboró hasta el fin de sus días. Preguntada su hija Marina por este espinoso asunto respondió: “Mi padre sintió que si la civilización y la libertad tenían que sobrevivir sería siempre debido a que los estados Unidos triunfarían frente al totalitarismo de la izquierda en la Unión Soviética y al de la derecha, el fascismo y nazismo. Todo lo demás era accesorio.”

Lo que llama la atención de este prodigio de la naturaleza es que no era un ratón de biblioteca o un empollón aburrido. Muy al contrario, era un juerguista, un bon vivant. Le encantaba el buen comer y el buen beber y era asiduo de los cabarets de Berlín cuando éstos estaban en pleno apogeo.  Las fiestas en casa de los von Neumann en Estados Unidos eran sonadas. Al poco de nacer Marina, se separó de su mujer y se volvió a casar enseguida con Klara Dan, una científica también húngara. Eso no cambió en absoluto las tradicionales veladas en casa de Johnny. Le preocupaba mucho su aspecto y lucía siempre impecable. Si acaso su talón de Aquiles era su horrible manera de conducir. El decano de su facultad siempre pagaba las multas y las facturas por los daños a los automóviles. Era un verdadero peligro.

Pero lo que me llega al alma es lo que von Neumann y yo tenemos en común, salvando las enormes distancias: Johnny necesitaba ruido para concentrarse. El silencio mientras trabajaba le descomponía. De manera que, o bien trabajaba en el cuarto de estar de su casa con la radio bien alta o se iba a algún local bien ruidoso.

Cuando enfermó de cáncer y fue consciente de que se moría, de que nunca más iba a pensar, a ser un hervidero de ideas y soluciones matemáticas porque le llegaba su hora, cuentan quienes le querían y estuvieron a su lado, que se leía la frustración en sus ojos. Su miedo a la muerte le impedía dormir y le provocaban episodios de pánico durante los que sufría y gritaba.  Mientras tanto, los guardaespaldas del FBI vigilaban por si en su delirio decía algún secreto de Estado.

Entre los honores, medallas y premios que recibió y que son innumerables no está el Nobel. Probablemente de los pocos que le falten.

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