Ignaz Philipp Semmelweis o los gestos que salvan vidas.
Semmelweis murió en brazos de su maestro confirmando la necesidad de guardar medidas higiénicas en la atención a los partos.
El primer trauma que padecemos todos a lo largo de nuestras vidas es nacer. Se trata de un trauma del que se conocen los efectos físicos, pero cuyas consecuencias psicológicas y emocionales aún no se han analizado, por razones obvias.
Atravesar el canal del parto y encontrarte con lo que te encuentras, viniendo de donde vienes, debe ser algo parecido al viaje que realiza Jodie Foster en la película Contacto cuando, tras atravesar varios «agujeros de gusano» a una velocidad inimaginable, llega a una ficción que reproducía la playa de Pensacola, en la que veraneaba de pequeña, pero al revés. En el caso del nacimiento, pasas de una maravillosa estancia donde te protegen y nutres, a la cruda realidad de una atmósfera seca, ruidosa y con demasiada luz, en la que has de esforzarte para succionar y alimentarte.
También es un trauma físico y emocional para la madre. No hay duda. Y, encima, tienes riesgo de infección durante un par de semanas. Es un riesgo muy pequeño si guardas unas sencillas normas higiénicas. Pero en el siglo XIX, la muerte por sepsis puerperal era la norma. Entonces, las salas de parto y los nidos en los hospitales eran espacios habilitados gratuitamente para evitar que las mujeres sin recursos abandonaran a los recien nacidos, o murieran dando a luz en las calles. Sin embargo, muchas morían al poco de nacer el bebé.
Ignaz Semmelweis (1818-1865), médico húngaro, descubrió la razón y le puso remedio. Nadie le hizo caso en los diferentes hospitales en los que ejerció. Le despreciaron y, prácticamente, le echaron de la profesión. Todo ello a pesar de que los resultados de sus recomendaciones para evitar muertes eran palmarios: la tasa de mortalidad se reducía en un 70%.
«No puedo dormir ya. El desesperante sonido de la campanilla que precede al sacerdote portador del viático, ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible. No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos«.
Con esta palabras Semmelweis, ya con su doctorado en Obstetricia y trabajando en la maternidad del Hospicio de Viena, expresaba el origen de su obsesión. En la sala de maternidad en la que trabajaba, la mortalidad puerperal era escandalosamente mayor que en las demás. Y se dio cuenta de que era la sala en la que atendían los estudiantes de medicina, que venían de realizar autopsias en la clase de anatomía forense. Semmelweis impuso como norma que todo el que atendiera a sus pacientes debía lavarse las manos con cloruro cálcico. Además, realizó estudios y elaboró tablas de datos cruzados para sostener su hipótesis. La mortalidad en su sala descendió al 0,23%.
Un grupo nutrido de cirujanos veteranos le negaron lo evidente, le acusaron de manipular los datos y le expulsaron de la maternidad.
La idea de lavarse las manos antes de operar era una recomendación que aparecía en algunos tratados de principios de siglo, pero las grandes figuras de la cirugía eran incapaces de admitir que un fallo tan evidente fuera la causa de tantas muertes y, encabezados por el doctor Klein, con quien trabajaba Semmelweis, mantenían una postura absolutamente opuesta e inflexible frente a esta recomendación. Fue Klein el causante de la expulsión del médico húngaro.
De vuelta a Budapest, en plena revolución húngara, fue encontrado por Marsukovski, su amigo, viviendo en la miseria, enfermo y desatendido. Tras curarle, Marsukovski logró que le dieran trabajo en la Maternidad de Budapest de la que fue director.
Pero la hostilidad de la profesión, que seguía sin reconocer la eficiencia de la profilaxis, y el trauma de la proximidad de la muerte en sus años jóvenes, causado por la irresponsabilidad de los médicos, llevó a Semmelweis a la locura y fue ingresado en un asilo. Tras una mejoría fue dado de alta. Ignaz aprovechó para ir al hospital y en medio de una clase de anatomía, utilizó un bisturí con el que se estaba realizando una autopsia para herirse. Quería demostrar su teoría en sus propias carnes. Y así fue. Sufrió una sepsis. Su profesor de la Universidad de Viena, Skoda, acudió a Budapest para curarle, pero no pudo hacer nada. Semmelweis murió en brazos de su maestro confirmando la necesidad de guardar medidas higiénicas en la atención a los partos.
Al cabo de unos años, Pasteur y Lister confirmaron, con su teoría microbiológica, las ideas de Semmelweis, que ha pasado a la historia como «el salvador de las madres».