François Quesnay, el favorito de la favorita.
François Quesnay era el médico real y de Madame de Pompadour, a la sazón la favorita de Luis XV, rey de Francia.
Muchos economistas, en especial aquellos que nos dedicamos a rastrear la historia de las ideas, reconocerán el nombre. François Quesnay (1694-1774), el fundador de la Escuela Fisiócrata, defensor del libre comercio, que consideraba que solamente la actividad agrícola podía crear riqueza porque contaba con la aportación de la madre Naturaleza; el precursor de las tablas input-output que desarrollaría Wassily Leontief, ya en el siglo XX; el que intuyó el análisis renta-gasto en su tableau économique.
Pero, además, y sobre todo, François Quesnay era médico. El médico real y el médico de Madame de Pompadour, a la sazón la favorita de Luis XV, rey de Francia. Para llegar a esa posición, Quesnay recorrió un arduo camino. Hijo de una familia muy modesta (a pesar de que sus descendientes trataron de “limpiar” su origen), con once años aún no sabía leer y escribir. Es cierto que, una vez que aprendió, devoró todos los libros que encontró en su entorno. Para aliviar la situación familiar, François, cuarto de los 8 hijos vivos de los Quesnay, decidió aprender un oficio: cirujano. Por aquel entonces, la cirugía no era una rama de la medicina, sino que el recién llegado aprendía sobre la marcha del maestro, asistiéndole en las operaciones. Había muy pocas escuelas de ese oficio, y Quesnay, que despuntó desde el principio, consiguió una plaza en la mejor, la escuela de Saint-Cômes de París, donde obtuvo el diploma después de años de práctica de la cirugía en provincias.
Muchos de los cirujanos ejercían, de facto, de médicos. Para poder desempeñar en condiciones su profesión, el buen cirujano estudiaba por su cuenta, diagnosticaba y prescribía de manera ilícita recetas. La medicina se estudiaba en la facultad donde, en muchas ocasiones, la prepotencia y la soberbia guiaban a los doctores. Además, la minuta de los médicos excedía con mucho las posibilidades de la numerosa clase modesta de la Francia del XVIII. Así que, la gente de los pueblos y de las pequeñas ciudades de provincias solían avisar al cirujano para curar las enfermedades corrientes. Esta situación, por supuesto, indignó a los médicos, corporativistas radicales que, en lugar de imitar a los cirujanos y aprender todo lo necesario para sanar a los enfermos, estaban pendientes de su prestigio y de sus beneficios. De ahí que comenzara una guerra abierta entre unos, reclamando el monopolio de la actividad, y los otros, defendiendo la salud de los pacientes. François Quesnay fue uno de los cabecillas de los cirujanos en este fuego cruzado. Finalmente terminó por licenciarse como médico en una facultad de provincias y postulando para ser uno de los innumerables médicos de la Corte de Versalles.
La suerte y su saber hacer le llevaron a salvar la vida del Delfín de Francia. La suerte le proporcionó la ocasión. Su maestría, lo demás. Fue ganando fama y ascendiendo en el complejo entramado de la Corte hasta que, también por cosas del destino, tuvo que atender a la marquesa de Pompadour, aquejada de un mal que nadie identificaba. Quesnay, prudente, hizo salir a todo el mundo para explicarle a la favorita del rey que se trataba de una enfermedad nerviosa sin que ello perjudicara la reputación de la dama, ya envuelta en la madeja de envidias e insidias en la que vivió toda su vida. Madame de Pompadour le eligió como su médico favorito y le abrió las puertas de la confianza del mismo Luis XV.
Preocupado por la situación de los agricultores y por los problemas políticos que vivía de cerca, François Quesnay se convirtió en un punto de referencia para las mentes más avanzadas de la Francia del XVIII. En su entresol (la estancia que ocupaba en Versalles) se reunían Diderot, d’Alembert, Duclos, Helvetius, Buffon, Turgot, Le Mercier de la Rivière, el marqués de Mirabeau, Du Pont de Nemours y, según afirman, en alguna ocasión, hasta el mismo Adam Smith. Quesnay solía recibirles con comida y platos sobre una mesa y les decía: Tenéis el mismo espíritu que una oveja. Ahí tenéis el prado, escoged vuestro pasto. Nadie se enfadaba. Era un hombre incisivo, de mente abierta, con quien se podía discutir de todo y hablar con total libertad, sin temer nada, a pesar de lo difícil que era en aquella época en la que la policía vigilaba severamente las opiniones privadas.
Él mismo no se reprimía en sus comentarios y cuando se cruzaba con el jefe de correos de la época, que acudía a cenar cada semana para enseñar al rey y a la marquesa las cartas interceptadas y abiertas, gritaba colerizado: ¡No cenaría más a gusto con el jefe de correos que con un verdugo!
Pero lo que despertó las iras del rey fue la publicación de Mirabeau, inspirada por Quesnay, de la teoría de los impuestos, según la cual debería cobrarse un único impuesto a los receptores de la riqueza, no a los generadores de la misma. Esta propuesta señalaba directamente a los propietarios de la tierra: el rey y los nobles. Fueron acusados de anti patriotas. Para el rey era especialmente doloroso que esas ideas afloraran y se difundieran desde las estancias del mismo Versalles. Madame de Pompadour tuvo que proteger a Quesnay.
Su impopularidad se multiplicó cuando en su defensa de la libertad política y económica, los Fisiócratas lucharon por acabar con el monopolio del comercio del cereal, poniendo al consumidor por encima del productor. La libertad favorece a la gente, el monopolio al monopolista. Entonces fue cuando los beneficiados por los privilegios reales, que eran legión, unieron sus fuerzas contra los Fisiócratas.
Quesnay dejó de ocuparse de la economía política a partir de 1768. Se negó a ser primer médico real y, sin eludir la persecución pero sin hacerle frente, simplemente se dedicó a trabajar hasta el final de sus días, a pesar de los insufribles dolores que padecía debido a su gota, enfermedad de la que murió en 1774.