Querido Líder.

De las cuatro naciones divididas por la Segunda Guerra Mundial, sólo en Corea persisten dos estados.

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Los biógrafos oficiales aseguran que su nacimiento fue vaticinado por una golondrina y anunciado con la aparición de una nueva estrella en el firmamento y un doble arco iris sobre el coreano Monte Paektu, montaña sagrada en la que es situada la fundación del primer reino de Corea. Sin embargo, los registros soviéticos demuestran que nació en el pueblo de Vyatskoye, cerca de Khabarovsk, donde su padre, Kim Il-Sung, comandaba el Primer Batallón de la 88 Brigada soviética, compuesta por exiliados chinos y coreanos.

Con una posición geoestratégica excepcional, la península de Corea ha sido objeto en su historia de numerosos intentos de ocupación. De todas ellas, sin duda la más dolorosa -y significativa para la historia que vengo a contar- fue la anexión japonesa que tuvo lugar tras la firma del Tratado de Portsmouth que puso fin a la guerra de 1905 con los rusos, acuerdo que proporcionó el Premio Nobel de la Paz al mediador, el presidente Roosevelt, a cambio de la aceptación nipona de la ocupación norteamericana de Filipinas. Al Imperio del Sol Naciente le duró tal atención hasta las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Yalta se les encomendó a los soviéticos el desarme de las tropas japonesas acantonadas al norte del paralelo 38, ocasión propicia para que Kim Il Sung y su guerrilla, que desde los años treinta combatía a los japoneses y a toda una corte de colaboracionistas desde Manchuria, los acompañase y se hiciera con el poder.

Dicen que quien inició las hostilidades fue la Corea de Kim Il Sung, que prácticamente no encontró oposición para plantarse en Seúl en tres días. Un primer intento de reunificación forzada que, ante la contundente respuesta de Estados Unidos bajo el paraguas de Naciones Unidas, desató la guerra civil internacionalizada que todos conocemos como Guerra de Corea. Un conflicto que no terminó con un tratado de paz, sino con el débil armisticio de Panmunjom que aún mantiene oficialmente en guerra a las dos coreas. Desde entonces, el paralelo 38 separa dos mundos con idénticas raíces históricas, étnicas y lingüísticas, pero con realidades políticas y económicas antagónicas.

Durante los años cincuenta, la República Popular Democrática de Corea, el Norte, consiguió una ventajosa situación gracias al impulso de la industria pesada, la colectivización de la agricultura y el desarrollo militar, aunque su ortodoxia estalinista pronto dio muestras de regresión y deriva autárquica por los efectos de la desestalinización soviética que fue progresivamente ignorando al régimen de Pyongyang. Tras la glasnost, la perestroika y la caída del muro de Berlín, los estados asiáticos socialistas fueron adaptando sus economías al nuevo orden internacional, admitiendo en diferentes grados -desde un país dos sistemas chino al Doi moi vietnamita-, cierta disponibilidad de bienes dentro de una economía de mercado orientada al socialismo. Mientras tanto, Corea del Norte pasó de la lealtad marxista-leninista a la ideología Juche, ideal revolucionario adaptado a la idiosincrasia y tradición confucionista de los coreanos -que explica la fidelidad de las masas hacia el partido, el Estado y el líder- y sobre todo a las amorales necesidades de los Kim.

Según informó el periódico oficial Rodong Sinmun, en el momento de la muerte del Querido Líder una furiosa tormenta de nieve hizo una pausa y el cielo brilló con un deslumbrante color rojo sobre el Monte Paektu. En la ciudad de Hamhung, una grulla de Manchuria voló en círculos sobre la estatua del presidente eterno Kim Il-Sung, se posó en un árbol, inclinó la cabeza y echó a volar de nuevo, camino de Pyongyang. Entre tanta armonía Juche y potencia nuclear, los tribunales populares sometieron a fuerte crítica a todo aquel que no había mostrado suficientemente su congoja ante la desaparición de Kim Jong-il.

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