Fahrenheit 451.
Érase una vez la historia de la temperatura a la que se consumía el papel en un incendio, Fahrenheit 451, o algo más de 230 grados celsius; un mero dato científico tras el que se escondía todo un relato.
Tenía que escribir un artículo sobre la novela de Bradbury Fahrenheit 451 y tenía también el día tonto, uno de esos días en los que miraba a la pantalla del ordenador y sentía avanzar rauda y velozmente por su cabeza la nada de la historia interminable… No es que no tuviera nada que decir, es que se sentía poco explicativa aquella mañana y lo que le pedía el cuerpo era escribir solo la conclusión final ¿qué nos quiere decir Bradbury escribiendo Fahrenheit 451? ¡lean, carajo! o dicho con un poco más de detalle, nos avisa de que no solo somos lo que comemos, somos lo que sentimos, lo que hacemos, lo que vemos, lo que aprendemos, lo que leemos… somos en definitiva lo que vivimos y ¡oh sorpresa! si dejamos de leer dejaremos de ser lo que fuimos, como sociedad que evoluciona generación tras generación, porque lo habremos olvidado y entonces ya no seremos nada, solo una sombra de lo que podríamos haber sido pero ¡calma! decía George Eliot que nunca es demasiado tarde para ser lo que pudimos haber sido, sólo hay que recordar lo que fuimos, recuperar lo que somos y convertirmos en lo que nunca debimos dejar de ser, solo hay que volver a leer (y leer lo que hay que leer…).
Claro que tamaña conclusión mezclando a Michael Ende y George Eliot con Ray Bradbury, que es poco menos que mezclar churras con merinas (si estuviésemos hablando de ovejas y no de libros, claro), se le antojaba poco comprensible y eso era lo más desesperante ¿había que explicarlo todo? sí, había que hacerlo, era algo así como una obligación moral.
Veamos, pensó, vayamos a lo simple… ¿qué es Fahrenheit 451? una distopía… (borró la palabra distopía y la cambió por novela) en la que Bradbury nos cuenta la historia de un bombero que vive en un mundo en el que las casas son ignífigas y por tanto su profesión no es, a priori, necesaria ¡pero! el gobierno ha organizado una reconversión (como la naval pero en bombero…) y ha convertido a los bomberos en pirómanos, eso sí, unos pirómanos con un objetivo muy claro: quemar libros, todos los libros ¿a santo de qué? sencillo: los libros hacen pensar a la gente, alientan su curiosidad y les generan dudas, dudas que se convierten en inquietudes… la gente lo que quiere, lo que necesita, es ser feliz, cosas que la hagan feliz y no cosas que hagan pensar y sufrir, por eso en ese mundo los libros están prohibidos y se queman.
Hasta aquí todo ‘correcto’, ya había contado de qué iba la novela, era la historia del bombero pirómano que, y aquí llegamos al meollo del asunto, se cuestiona el sentido de su trabajo y el fin que persigue… y hasta aquí podía leer, como decía el otro, porque de lo contrario le destriparía la novela a Bradbury y cabe que los huesos centenarios del autor se retorcieran en su tumba.
¡Menos mal que solo es ciencia ficción! ¡menos mal que los bomberos siguen siendo apagafuegos y no pirómanos! ¡menos mal que tenemos bibliotecas y librerías! ¡menos mal que a nadie se le ocurre quemar libros! … O no.
O tal vez no haya nada que celebrar, más allá de los 100 años que acababan de cumplirse del nacimiento de Bradbury, (ahora sí cogió carrerilla para cerrar su texto, tenía el final que buscaba), tal vez lo que el bueno de Ray predijo alegoría mediante, que los libros serían silenciados, estaba sucediendo porque, como él advertía siempre, no hace falta quemar libros para destruir una cultura, basta con conseguir que no se lean.