Los vencejos. Fernando Aramburu.
‘Los vencejos’, la última novela de Fernando Aramburu, es una cuenta atrás, un viaje introspectivo por el lado más oscuro de un tipo que ha decidido suicidarse.
Pero no es el suicidio el tema principal de la novela, sino la excusa para descender hasta lo más sórdido de la condición humana. De pensamiento, palabra, obra y omisión, el libro (el protagonista) peca de misántropo e inadaptado. Sin embargo, Los vencejos es un canto a la esperanza, a la vida, a luz (dice la editorial). Aunque de primeras parezca una paradoja, Fernando Aramburu utiliza el desencanto por la vida y la perspectiva negativa de su antihéroe para elaborar una crónica sobre los recovecos del ser humano, los sentimientos (los buenos también), las frustraciones, la ilusión, la desazón.
El protagonista, un profesor de instituto, cincuentón y hastiado del mundo pone fecha a su muerte. Lo hace en la primera página del libro, anunciando la consecución de su propósito exactamente 365 días después. Durante ese año redactará cada noche una crónica personal en la que se desnuda por completo. Como escribe para él, sin ninguna pretensión de que otro lo lea, lo hace sin filtros. Presenta a bocajarro cada pensamiento, cada acción, cada insatisfacción, cada porquería. Como si la historia fuera un rompecabezas, va ordenando las piezas de una vida patética. No es que su vida lo sea, sí él: un tipo desabrido, puerco, putero, carente de empatía, que alivia sus furores sexuales en burdeles y con una muñeca hinchable…
Aunque el autor no revela su nombre hasta pasadas varias escenas, el tipo en cuestión se llama Toni y es bastante desagradable. Se trata de uno de esos personajes con quienes resulta muy difícil congeniar. Cae mal, ya está y tampoco hace, erigido en narrador, que el resto del elenco vencejero caiga mejor. Su amigo Patachula —su único amigo, por cierto— se muestra tan detestable como él. Ni siquiera a su hijo, un chaval insufrible, bastante torpe y maleducado, lo expone como alguien amistoso. Al contrario, lo ridiculiza constantemente, igual que a su hermano Raulito. El padre no sale mejor parado. Ni los suegros ni su exmujer, a la que desprecia sin tapujos. Tan sólo parece sentir algo de afecto por su madre. Algo menos que por su perrita Pepa, el único ser por quien demuestra cierta sensibilidad (poca, eh). Hasta que aparece Águeda, la ternura humana brilla por su ausencia. Con ella también se despacha a gusto. Es el personaje el que se dibuja con humanidad y sentimientos entrañables.
No obstante, a partir de mayo, Aramburu rescata al profesor filósofo del maremagnum en el que vive. Sustituye el desacato por el recelo, el cinismo por la indiferencia (impostada), la crueldad verbal por una especie de consideración hacia los sentimientos ajenos —bastante sutil, eso sí, aunque evidente— y algunas palabras amables respecto al mundo. Deja incluso que le atice la melancolía.
Pero nada de esto es fruto del azar. Ni siquiera el título (Los vencejos) que actúa como palanca simbólica de la determinación de Toni de quitarse la vida. Exactamente el día en que los pájaros negros regresen a Madrid en primavera, su decisión no tendrá vuelta atrás. Tampoco la elección de la capital como escenario de la trama: es la ciudad que requieren sus personajes.
Fernando Aramburu no se lanza a la escritura sin haber diseñado antes un patrón. Coloca a sus futuros protagonistas sobre un tablero de ajedrez imaginario en cuyas cuadrículas ya ha establecido una serie de cuestiones técnicas: el lenguaje, la posición del narrador, la estructura de la novela, la dimensión de los capítulos y el final. Tal vez por ello, a diferencia de otros escritores muy propensos a los finales abruptos, las novelas de Aramburu se desarrollan con pulcritud y equilibrio literario.
En el caso de Los vencejos, el propio autor reconoce haber escogido la técnica del mosaico: secuencias breves que no siguen un orden cronológico; en sus páginas se mezclan presente, pasado y futuro con una fluidez asombrosa sin entorpecer el hilo de la narración. Cada una de las secuencias comprendidas entre el 1 de agosto (de 2018) y el 31 de julio (de 2019) corresponde a un día concreto de la vida del protagonista. Sobre la mayoría de las páginas, al igual que los vencejos lo hacen en los atardeceres urbanos, sobrevuela la violencia. Una violencia soterrada que Toni experimenta desde niño. Él no es violento (algo a su favor), aunque sí, a veces, se deleita con la ilusión de practicarla.
La novela es gruesa, tanto en extensión (698 páginas) como en contenido. La prosa, impecable, cargada de sordidez, desencanto e ironía. ¿El mensaje? Ay. Cada lector sacará sus propias conclusiones. He de confesar que, antes de empezar a leer el libro, iba advertida acerca de la negatividad vital de Toni, de su lenguaje áspero e incómodo, de su radicalidad ante las debilidades ajenas y propias. Anda como pollo sin cabeza, despendolado, contra el mundo, contra las personas, contra sí mismo. ¿En busca de redimir su frustración? Tal vez. En todo caso, se trata de ficción.
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