Lugares de la memoria.

La última vez que estuve en Andorra, estuve solo. Un desierto.

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La última vez que estuve en Andorra, estuve solo. Un desierto. Ahora que las historias y recuerdos se amontonan en los decenios y los menos en lustros, hace más de diez de aquel último viaje. Todos los años me propongo volver.

La última vez, nevaba las noches y a la mañana eran cientos los kilómetros con medio metro de nieve en polvo virgen casi desérticos. Un espléndido cielo azul, sol. Madrugaba en las pistas, me hartaba las mañanas de bajar palas, de pasar del Grau Roig a Pas de la Casa, de volver, de perfeccionar los giros, de jugar a dejar trazadas perfectas con el snow, de tumbarme en la pendiente, del fuera de pistas, de mejorar mi marca bajando el Cubill como un poseso, de buscar la mayor vertical, de colarme entre pinos, de hacer el cafre. Así, llegaba siempre antes del mediodía el hambre. Saciarlo y seguir.

Compré nada más llegar a Andorra la Vella «Amanecer con hormigas en la boca» de Miguel Barroso, en el Pyrenees. Por las noches, aquel apartamento era parte de un edificio de apartamentos desértico junto a la carretera, al que sólo daba cierto calor el restaurante italiano de la planta baja. Por las noches, desde la bañera de agua hirviendo hasta el último parpadeo, me devoré aquel libro. Contrastes.

Para llegar a Andorra, primero había pasado por Barcelona, a ver a Pilar, a ver Barcelona. Pilar me llevó a comer a la Barceloneta, al restaurante. Pilar ya me tenía ganado, ya tenía mi cariño. Siempre lo ha tenido. Podíamos haber comido algo en casa, o en un burguer cualquiera, tranquilamente, pero ella no puede dejar de ser tan buena anfitriona como persona. En la mesa de al lado, un señor de pelo blanco, alto, comía con una muy atractiva mujer unos diez años mayor que yo. Hablaban de trabajo. Ella y yo nos cruzamos varias miradas y cuando se levantaron para marcharse apunté en una tarjeta del restaurante «llámame. (número). Ricardo«, salí tras ellos y los alcancé a punto de escalera. Ella cogió la tarjeta con la misma discreción con que yo le dije suave (y trémulo) un «perdona, se te ha caído esto«, con una sonrisa y un gracias. Aquella tarde me llamó, nos vimos, y hasta el amanecer me enseñó uno a uno los bares de diseño más interesantes de Barcelona. Al día siguiente subí a Andorra.

En la parte alta del Grau está el circo de Pessons. En la parte baja del circo, el Llac dels Pessons. Junto al lago, una cabaña, refugio, restaurante. Y una terraza. Con aquel tiempo, y a pesar del frio del aire, la terraza junto a un lago helado era sin duda la mejor de las opciones para un caldo, un bocadillo, una cocacola y unas cuantas páginas más. Por aquel entonces no había ni cobertura pero hoy hay wi-fi. Con las botas en alto, mirando los picos de aquel circo, con el calor en las mejillas y el cuerpo molido, el sol, la nieve, los pinos, e incluso con el ruido de las motos por el lago helado, con el escándalo de los españoles y el discreto susurro de franceses y alemanes, con todo, aquel era entonces el mejor lugar del mundo, el más hermoso, el más tranquilo.

A pie de pistas, haciendo dedo, me recogió Javier Revilla, de Soria, -sobrino de Emiliano, me dijo-, buen tipo, muy divertido. Acabamos esquiando juntos, comiendo juntos, de juerga. Recuerdo lo mucho que nos reímos. Y así también con Kenneth Eriksson, al que se le había roto el coche en el Rally de Cataluña y se había escapado a esquiar aprovechando un vacío en su contrato. Y el caso es que el recuerdo de Els Pessons, del lago, del imponente circo, de las montañas, está ligado a Ester y no a ellos, a Ester, con la que no estuve y no a ellos con los que si que comí al borde del lago, al pie del circo.

La memoria es un curioso proceso. No he vuelto a ver a Ester desde aquel viaje, aunque hablamos todavía ahora hará un año. No he vuelto a Andorra. Y sin embargo hoy, he recordado Els Pessons, aquel último caldo, el brillo de las montañas, el verde casi negro de los pinos que salpicaban las laderas y hasta unas pequeños flores que recogí y que guardé en el libro de Barroso y que cabe que, esté donde esté, probablemente allí sigan. Y así me he acordado también de ella. Y del libro, de Caldea. Deben de estar en el mismo segmento de memoria. Y me he acordado de Pilar. Mi querida Pilar Llopart, hace mucho que no te veo, que no hablamos. Ya me han salido las primeras canas serias.

Hoy hay 195 kilómetros de pistas abiertas y entre 80 y 130 cm de nieve en Grandvalira. Y parece que un tiempo de perros.

Life looks good. 

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