Eco y silencio.

Cuando todo lo que decimos sobre el otro nos exculpa más nos inculpa.

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Mi abuela Pilar, que un mes de julio como el pasado consiguió volver junto a mi abuelo, decía de vez en cuando aquello de «si yo hablara«. Ni aún cuando había alcanzado casi los 101 años habló de aquello que parecía explicar o desvelar tantas cosas y si lo hizo pasó desapercibido entre otras muchas que sí dijo, que sí contó, pero lo dudo.

Yo soy del orden de mi abuela, de los que calla. Callo entre otras cosas sobre aquello que se ha de contar en primera persona y esa primera persona no soy yo. Y callo cuando lo que se ha de contar implica a dos y ambos tienen sus versiones, incluso cuando una es mía. Callo y dejo que se avance el que tiene algo que callar porque suele dar por bueno aquello del primer golpe. Se endurece el estómago con los primeros golpes hasta tal punto que se hacen soportables todos, esos y el resto. Sé que en ese silencio se pierde a los crédulos, a los que no se cuestionan, a los que se miden tan sólo en las palabras, a los que se apoyan en una sola versión, a los que creen porque les interesa creer. Algunos te das cuenta más tarde, otros lo hacen golpeando la mesa ofendidos, incluso señalándote. Ninguno de ellos resulta finalmente interesante.

No todas las relaciones en la vida acaban como deberían acabar, con un mínimo de humanidad y comprensión, incluso de respeto. Apenas pocas. Tendemos a pegarnos, insultarnos, criticarnos, utilizamos la palabra para hacer daño, para vengar. Redimimos nuestra culpa en el otro, en sus imperfecciones, magnificándolas, distorsionándolas, manipulándolas. Echamos sobre el otro la culpa completa, hablamos sin medida, hablamos de más, sin la consciencia de que la voz de lo que le has dicho al prójimo se hace eco. Llega, porque en la descarga de la culpa es necesario un nombre propio e incluso un apellido.

Aún cuando no comprendo es el silencio un dejar ir, un dejar vivir, mucho más allá del dolor, del daño, de cualquier rencor. El rencor que acaba por convertirse en olvido. Porque de lo que se ha roto nada hay que se arregle señalando y lo que no se va a arreglar debe quedarse en el pasado.

Yo soy errático, imperfecto. Frente a ti, frente a mi. Lo soy. Asumo mi culpa en mi parte sin medirme en la tuya, en privado, en público. Me sirve el silencio. Por eso no oyes ecos, por eso no te llegan. Y cuando a mi me llegan los tuyos y siento lástima o me enfado e incluso me encabrono recuerdo que Galileo decía que nunca había encontrado una persona tan ignorante de la que no pudiera aprender algo. Y aprendo ahora de tu eco, de esa ignorancia en la que desconoces que cuando todo lo que decimos sobre el otro nos exculpa más nos inculpa. Y me calmo y te devuelvo al olvido. A ese otro olvido en que dejo incluso de intentar entenderte. Y de guardarte aprecio.

Yo no diré «si yo hablara«, ya nada más tengo que decir de ti que resulte interesante.

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