Instantáneas de la playa (I): Seres musicales.
Súbele la radio, que esta es su canción y la playa es nuestra.
Me tomo un descanso. Cojo la toalla y la tabla y me bajo a la playa. No he mirado la previsión del mar, pero no hay nada que surfear. Me siento en la arena en un lugar tranquilo, un rato entre las labores diarias propias de mi género (profesional). Me dispongo feliz a disfrutar de un mar lejano todo el invierno. Cruzo las piernas, estiro la espalda, coloco las cervicales, junto los dedos gordos con los anulares sobre las rodillas, respiro profundo, cuento uno, respiro, dos, respiro, tres, respiro, cuatro y sigo. Voy cerrando los ojos, escucho las olas en la orilla, el aire, el barullito de fondo de los niños en la orilla. Sin darme cuenta se instala al lado una familia. Son sordos. Se gritan para cualquier cosa, por cualquier cosa, por nada, por todo, se gritan -¡Iño! ¿Quiere ir al agua? -¡Aco! Asércame el eso. -¿Tás eshao crema?. No se oyen los unos a los otros, temo. O no se escuchan, constato. Se han traído a la playa una sombrilla por cabeza para montar una jaima de no menos de diez metros cuadrados donde ubicar mesas, sillas, neveras y demás enseres. Se han trasladado, que al fin y al cabo ocupar playa no tiene tasas ni impuestos mientras no hagas negocio. Me pregunto cómo será la logística de esta gente para venir a pasar el día. Vuelvo sobre mis pretensiones. Me recoloco. Miro ese verde turquesa intenso del agua que trae el levante, respiro profundo, un niño llora a gritos salvajes, no he empezado ni a contar. En Barbate escuchan al niño, se activa el protocolo de emergencias, supongo yo. La madre le grita, la otra niña pequeña se pone a llorar, los padres discuten a gritos, un tercero de la troupe interviene, también a gritos, el «illo». Les miro increpante. Se dan cuenta. Les importa como mucho nada. Incluso algo menos. Los niños se calman, pobres. Los padres no, pobres (los niños). No aparece nadie de los servicios de emergencia. Falsa alarma, no es grave. El viento del este sopla suavemente. Me alejo un poco, con mis pocos enseres. Retomo, que tengo que volver al trabajo y se me pasa el tiempo sin resultados positivos. Me vuelvo a sentar en posición de loto, me ubico, el mar sigue ahí, el viento es el mismo, la familia está lo suficientemente lejos. Vuelvo a empezar. No, no lo hago. Música para que coman los niños, ningún tema que tenga mas de dos años. Súbele la radio, que esta es su canción. Y la suben, claro, obedientes. Mierda, pienso, perdón, como muy profundamente, con intensidad. Le siguen otras, reconozco también el Despacito. El Top 40 Chipiona completo, pero esto no es Chipiona. -¡Volverse! me digo como para que me entiendan, pero pa’dentro. Algo se revuelve en mi interior, algo del tipo alien chungo, como a la altura del vientre. Ruge y no es hambre. Les miro fijamente, con una mirada cabe que beligerante. Me ven, lo saben, pero diría que no saben lo que es «beligerante», aunque practiquen. Les importa un bledo. Bledo rima con pedo. Podría decir que les importa un pedo. El Illo hace lo propio. Ríen a carcajadas. La playa es de todos y si ellos son más, más suya. Ganan. Compartamos. Saco el móvil, abro Spotify y pongo música de sitar. Sí, de sitar. A mi me gusta. Y es perfecta para este lugar. Creo yo. A ellos no. Quitan la música, pero siguen sin oírse los unos a los otros, sin escucharse. Se gritan. Sopla el viento, suave. Los niños comen arena. -¡Aco… el iño! Me vuelvo. A mis tareas. Con los cascos. Free from the city, The Poppy Family. Sitar. Es de otra época, como yo.