La leyenda del rey Arturo.
La leyenda del rey Arturo sirvió como apoyo propagandístico para legitimar a los monarcas normandos en el trono inglés.
En torno al año 410 las legiones romanas abandonaron la provincia de Britania, empujados desde el este por tres pueblos procedentes de la Europa septentrional, anglos, sajones y jutos. Entre los britanos, el pueblo nativo de aquellas viejas tierras de Albión que acababan de quedar a merced de los invasores, surgió un jefe que, según algunas interpretaciones, sería un prefecto britano de la fiera y efectiva caballería auxiliar sármata llamado Lucius Artorius Castus. En el caso de que así fuera, es probable que Artorius utilizara como estandarte el mismo draco de la caballería que comandaba, un dragón cuya cabeza de bronce producía un original silbido cuando le entraba el viento por la boca. Transmitida oralmente durante siglos, la historia de Arturo, el buen rey que trajo la paz y la prosperidad a los britanos, se fue convirtiendo en mito.
Cuando a mediados del siglo XII murió Enrique I, los nobles anglonormandos eligieron a su sobrino Esteban como rey de Inglaterra. Sin embargo, las tierras francesas de Normandía en las que el difunto fue duque por ser nieto del normando Guillermo el Conquistador, fueron reclamadas por el noble Godofredo Plantagenet en nombre de su esposa Matilde, quien a su vez esgrimió su derecho legítimo al trono inglés por ser hija del rey fallecido. Al poco tiempo, Godofredo conquistó Rouen y fue investido duque de Normandía, mientras que su esposa fue proclamada reina de Inglaterra por una facción de la nobleza. A la muerte del rey Esteban, el hijo de Godofredo y Matilde, duque de Normandía y esposo de Leonor de Aquitania, fue proclamado rey de Inglaterra como Enrique II Plantagenet. Así, el matrimonio se convirtió en señores del extenso Imperio angevino, un término moderno que describe el conjunto de estados gobernados desde Anjou y que abarcaba más o menos la mitad occidental de Francia, toda Inglaterra e Irlanda. Pero su derecho al trono inglés servía de bien poco cuando los normandos seguían siendo la minoría dominante de una mayoría anglosajona. Además, como consecuencia del complejo sistema feudal, el ahora rey de Inglaterra era vasallo del rey de Francia, pese a poseer en Francia más territorios que el propio rey. Por este motivo, el hábil Enrique II –respaldado por su inteligente esposa- decidió desempolvar una vieja historia, una leyenda que debía servir en Inglaterra como soporte de su legitimación como sucesor de los britanos, a la vez que, ante el alarde de los Capetos franceses de descender de Carlomagno, esgrimiría como rey a un todavía más antiguo aunque casi olvidado antepasado.
En 1138, el clérigo galés Geoffrey de Monmouth había escrito en latín la Historia regum Britanniae en la que narra los orígenes del reino de Britania, cuya fundación mítica atribuye a Bruto, bisnieto del troyano Eneas y por tanto antecesor de Rómulo y Remo. Después de emparentar así a britanos y romanos, proseguía la narración con la historia de los primeros reyes, entre los que destacan Ambrosio Aureliano, su hermano Uther Pendragon y el hijo de éste, Arturo, el que en tiempos había traído la paz y la prosperidad a los britanos. Casi treinta años después, consciente de las posibilidades promocionales que tales relaciones de parentesco traían consigo, Enrique II encargó al clérigo normando Robert Wace una traducción al francés de la Historia de Monmouth, escrito que bajo el título Roman de Brut -en alusión al mítico fundador de Britania- sirvió a su vez como modelo para su versión inglesa, el Brut que el poeta Layamon escribiría a principios del siglo XIII. Es en estas manipuladas traducciones donde por primera vez Arturo empuña una espada llamada Caliburn, se protege con un escudo con la imagen de la Virgen María y donde aparece la Tabla Redonda, mesa en la que el rey se sienta como primus inter pares rodeado de doce caballeros, al igual que hizo Carlomagno con sus doce pares y Jesucristo con sus doce apóstoles. Y aunque quedaban dudas como la del lugar donde se encuentra la mítica Avalón, Enrique II se encargó de identificarla con la Abadía benedictina de Glastonbury, –Isla de Cristal en galés-, fortaleciendo así la vieja idea de que había sido la primera iglesia fundada y consagrada a la Virgen en Inglaterra por José de Arimatea, cuando en el año 63 llegó huyendo desde Jerusalén con el Santo Grial.
A comienzos del siglo XII, coincidiendo en el tiempo con la Historia regum Britanniae, comenzó a manifestarse en Europa una nueva sensibilidad acreditada en la proliferación del culto a María y en el desarrollo de la literatura caballeresca del amor cortés que establecería un nuevo vehículo educativo basado en valores nobles como la idealización de la mujer amada, el ejercicio de las armas, la defensa de la religión y el auxilio a los débiles. En este escenario, bajo la protección de poderosas damas como Leonor de Aquitania, se enalteció el ideal del caballero cortesano cristiano sugeridos por Bonizo de Sutri en su Liber de vita christiana y precisados más tarde por el mallorquín Ramon Llull en su Libro del Orden de Caballería. Esta visión del mundo se había generado en los cantares de gesta, epopeyas nacionales que narraban las hazañas de los grandes héroes del pasado y que las nacientes monarquías europeas utilizaban como espejo de virtudes. Así, en España triunfó el Cantar de Mío Cid, en Francia la Chanson de Roland, en Alemania la Nibelungenlied y en Inglaterra La historia del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda.