Occidente.
Érase una ve la historia de un domingo de mal café en un lugar de occidente de cuyo nombre no quiero acordarme.
Se levantó de mal café. Y eso un domingo por la mañana le sentaba especialmente mal. Lo que la ponía de peor café… Decidió prepararse uno de todos modos: largo, muy largo, con dos gotas de estevia y un golpe de canela. Lo cortó con un chorro de leche porque así el mal café quedaba más diluido y, con la taza entre sus manos, se sentó en la terraza, sintiendo la calidez del sol sobre sus pies y dispuesta a explicarse que no tenía razones para estar de mal café.
Lo cierto es que no le sucedía nada en particular, nada nuevo, y quizá ese fuera el problema, que llevaba un año largo viviendo en el día de la marmota, cada día era igual al anterior y este igual al siguiente y no había modo de diferenciar un miércoles de enero de un domingo de mayo más que por la fuerza con la que brillaba el sol; con esa base de hastío y hartura cualquier noticia discordante se convertía en semilla y germinaba envolviéndola en un halo de inquietud y malestar… la ponía de mal café.
Y es que había noticias que, aunque de tan absurdas le parecían cómicas, no le arrancaban ni media sonrisa: tenía que entender que visitar a su familia era un riesgo inasumible, que reunirse con sus amigos en una terraza era una imprudencia temeraria, que la Cabalgata de Reyes Magos, las fiestas de Carnaval y la Semana Santa, las Fallas y la Feria de Abril además de San Fermín tendrían que esperar al menos un año más para celebrarse de nuevo y que llevar la mascarilla adecuada y adecuadamente ajustada era un salvavidas en tierra como el flotador lo era en el mar; también tenía que entender que las concentraciones del 8 de marzo eran irrenunciables. Tenía que enteder que la violencia contra las mujeres se explica desde la concepción católica del mundo y que era muy probable que muchos de sus amigos mataran a sus parejas y la vez debía comprender que el velo, el burka o el hiyab eran complementos elegidos por las mujeres, símbolos merecedores de todo respeto y aplicar un manto de silencio absoluto sobre prácticas como la ablación de niñas o el apedreamiento de mujeres por ser adúlteras… eso aunque el adulterio se debiera a una violación. Tenía que entender que se aliente no tanto a juzgar duramente un delito sino que esa dureza dependa de quien comete el delito, tenía que asumir como justo que ‘ahora nos toca a nosotras’ al precio que sea. No podía recordar a Chesterton y su aviso a navegantes (‘quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen‘) ni mucho menos defender el feminismo según la Paglia sin arriesgarse a morir asfixiada bajo un manto de sororidad… muerte civil.
Podía aceptar cualquier idea, defendía que cualquier idea pudiera ser defendida pública y abiertamente, creía en el pensamiento libre y crítico y en el derecho inalienable de los ciudadanos a hacer de su capa un sayo y de su vida lo que se les pusiera en las ganas; con lo que no podía era con quienes abrazaban ideas ajenas como si fueran cuestión de fe, quienes hacía de sus ideas religión y se embarcaban en guerras santas para imponerlas a sus vecinos; con lo que no podía era con la incongruencia, con defender una cosa y la contraria sin pudor alguno, no podía con la manía, ya hábito, de criminalizar a los unos y salvar a los otros en aras de la defensa de unas ideas que son, al parecer, al bien mayor, mucho mayor que la libertad de los hombres.
Y entonces comprendió por qué estaba de mal café. En la guerra cultural ella iba perdiendo porque iba perdiendo la libertad, iba perdiendo el individuo frente a la masa, frente al colectivo… Claro que también iba perdiendo Homero, perdía Stuart Mill y perdía Shakespeare, perdía Cervantes y perdía Quevedo el que miraba los muros de la patria suya como miras tú hoy los de la tuya… perdía el Renacimiento, la Ilustración y el Humanismo. ¿Quién ganaba? lo cierto es que no lo sabía pero se dio cuenta de que tampoco le importaba porque no era eso lo importante; lo importante es que tal vez fuera cierto que era el ocaso de Occidente lo que le había tocado vivir y, puestos a vivir una época de triste decadencia intelectual, no había lugar a la pena, al llanto ni al mal café, no cuando todavía podía pensar como un griego, luchar como un troyano y, si no había otro remedio, morir como un romano*.
Y con esa digna determinación el café le resultó reconfortante.
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‘Todavía podemos pensar como griegos, luchar como troyanos y, si hace falta, morir como romanos‘ Arturo Pérez Reverte.