La Odisea.

Homero, en su obra "La Odisea", narra el regreso de Ulises de la guerra de Troya. Diez años de viajes en veinticuatro cantos y casi diez mil versos.

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Soy Ulises u Odiseo, según quieran llamarme latinos o griegos respectivamente. Homero me hizo rey de Ítaca hace ya tantos años, que ni me acuerdo. Él quería que, después de que me esmerara en la heroica misión de destruir Troya, volviera a Ítaca con los míos; mas yo no vi en esa decisión nada que pudiera dar a mi historia un ápice de interés, por lo que discutí con él hasta la extenuación y Homero hizo valer su condición de jefe enviándome a la isla de la ninfa Calipso. Más me habría valido callarme. Menos mal que soy fecundo en ardides y ya me había camelado a los dioses griegos por si algún desliz propio de mi carácter me jugara alguna mala pasada. Fue entonces cuando Atenea, transformándose en mortal, acudió al encuentro de Telémaco – mi hijo – para que partiera en mi busca, cosa que no dudó ni un momento, pues era la única salida que tenía el pobre para poder liberar a mi amada Penélope – su madre – de todos los moscones que tenía a su alrededor pretendiéndola, apoyados en la infundada certeza de mi muerte. Telémaco viaja a Pilos y luego a Esparta, donde confirma que no he muerto y que me encuentro confinado en la isla de la ninfa Calipso.

Entre tanto, Homero ha decidido que los dioses me dejen marchar. Emprendo mi vuelta, no sin toparme con algún dios enfadado y con el que tendría que rendir alguna cuenta pendiente. Sabréis de esta y otras anécdotas si leéis mi historia; bueno, la de Homero, quiero decir, no vaya a enfadarse. Al fin, llego a Esqueria de los feacios, donde tras una serie de encuentros, no exentos de casualidad, puedo contar con la ayuda de este hospitalario pueblo, para poder llegar a Ítaca, mi casa, y empezar a planear mi venganza contra aquellos que se han aprovechado de la infundada idea de mi fallecimiento. Pero antes me vi en la obligación de contarles todas mis aventuras desde que salí de la destruida Troya. Un sinfín de sucesos tristes, valientes, peligrosos y gratificantes me fueron ocurriendo en mi viaje; desde encuentros con cíclopes, lotófagos y descenso a los infiernos, hasta superar estoicamente el difícil trance de resistir el canto de las sirenas, llegando por fin a Trinacria (Sicilia, para los menos versados) para dar con mis huesos en Calipso, tras el duro golpe del dios Zeus contra mi nave.

Ya le dije a Homero que no insistiera en conseguirme los favores de nadie, pues como ya he dicho antes soy muy fecundo en ardides y bien puedo valerme por mi mismo para conseguir mis metas sin ayuda de ningún poeta por mucho que haya sido inmortalizado por los siglos de los siglos a través de sus obras, pero es testarudo y difícil de convencer. Me despido de mis amigos feacios, mientras Atenea vela por mí y me ayuda en la consecución de mi venganza.

Cuando llego a Ítaca me hago pasar por indigente y consigo mis propósitos, pues no soy reconocido por nadie, excepto por Euriclea, la esclava de mi amada Penéope y por mi hijo Telémaco. Me delató el recuerdo en forma de cicatriz que me dejó un jabalí cuando, en tiempos, cazaba en el monte Parnaso. Lo malo fue sufrir las vejaciones de los vomitivos pretendientes de mi amada Penélope, pero bueno, era algo que Homero había planeado y ni siquiera yo, fecundo en ardides, fui capaz de hacer que se retractara. A partir de ahí, os podéis imaginar la venganza… Maté a todos los pretendientes y retomé la vida de lo que realmente era: el rey de Ítaca.

La verdad es que había intentado convencer al jefe de que todo fluyera con algo más de calma, probablemente influenciado por la ansiedad que me producía el hecho de que mi amada Penélope no me reconociera, y en mi interior latía con fuerza el deseo de que esa farsa finalizara. Pero no me fue posible. Homero es muy serio con estas cuestiones. Espero no volver a verme enredado en la imaginación y el arte de ningún otro poeta inmortal.

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