LXXV aniversario de su muerte Miguel Hernández, el rayo que no cesa de brillar.

No había cumplido los 32 años cuando Miguel Hernández murió de tuberculosis en la cárcel de Alicante, donde estaba recluido como autor de un delito de adhesión a la rebelión.

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En los ojos del hombre se dibuja una sombra de tristeza. Profunda, pero no amarga. Tal vez aún tuviera la esperanza de recobrar la libertad. De regresar a su tierra y recuperar a su familia. Entonces desconocía el periplo carcelario que le aguardaba tras ser condenado a muerte por publicar propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional haciéndose pasar por el poeta de la revolución. Lo detuvieron en la frontera lusa, recién terminada la Guerra Civil. Cuentan que lo delató un joyero portugués cuando intentó vender el reloj que le había regalado Vicente Aleixandre. El Nobel español y Miguel Hernández se conocieron en Madrid, años antes de que la contienda española desbaratara la vida de todo un país.

Miguel Hernández creció en Orihuela, en el que es hoy el barrio de San Isidro, casi convertido en museo urbano gracias a la iniciativa de sus vecinos. Se trata de un barrio humilde, en absoluto marginal. Parecido al del tiempo en el que el poeta recogía sus cabras al atardecer, de regreso del pastoreo. Y es que Miguel no era pobre. Si bien procedía de una familia austera y tuvo que dejar el colegio por motivos económicos, no vivía en la indigencia y la necesidad extrema, como se ha afirmado infinidad de veces. Tampoco fue inculto. Aunque carecía de la formación intelectual de sus mejores amigos, su genio, su tesón y su carácter supieron vencer las diferencias culturales que los separaban.

Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta. Veneros de sangre llevan. De abriles y mayo cambia la paloma de la muerte en yacimientos de nada…

A Ramón Sijé se lo trajo de Orihuela. Cuando llegó a Madrid, además de Aleixandre, conoció a Maruja Mallo, Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez; también a Buero Vallejo. Aunque eso fue después, en la cárcel de Conde de Toreno, cuando el dramaturgo pintó el retrato más conocido del poeta. El de la mirada triste. El de los ojos profundos, marcados por la nostalgia y la memoria. Los ojos del poeta que la muerte no pudo cerrar. Sucedió hace 75 años en el reformatorio para adultos de Alicante, la última morada del poeta pastor. El poeta necesario, el poeta autodidacta, el poeta del pueblo —los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas, le escribía a su amigo Aleixandre—. El poeta de la guerra y las trincheras. Pero también el del amor, el de la carne, el de la sangre.

Seis años separan la primera obra de poemas publicada por Miguel Hernández, Perito en lunas (1933), de las últimas, El hombre acecha (1939) y Cancionero y romancero de ausencias. El poemario inacabado que comenzó durante su última etapa de encarcelamiento, cuando también escribió Cuentos para mi hijo Manolillo. Editados por Nórdica con motivo del LXXV aniversario de la muerte del poeta, estos cuatro relatos fueron escritos entre junio y octubre de 1941 sobre hojas de papel higiénico con las que el poeta armó un precario cuaderno, señala el editor. Ilustrado por Damián Flores, Sara Morante, Adolfo Serra y Alfonso Zapico, el librito es un hermoso compendio de amor, de esperanza, de lucha. Porque Miguel Hernández, más que a la muerte y el sufrimiento, le cantaba a la vida.

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Cuentos para mi hijo Manolillo. Miguel Hernández. Páginas: 72. PVP: 18 €. ISBN: 978-84-16830-53-4

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