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8.848 metros. Es la altura del Everest, mucho más de lo que el cuerpo humano, uno normal, puede soportar sin ayuda.

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* Los chinos lo llamaban ‘Madre del Universo’ ya hace más de 300 años. Es la cima más alta del mundo, 8848 metros dijeron los últimos que la midieron, chinos también. Luego hay 3,5 metros más de nieve, pero eso es harina de otro costal.

Reconozco que soy un absoluto fan de todos esos programas para hombres que han inundado nuestra TDT desde que desaparecieron por obra y arte de los modelos de negocio de los medios algunas cadenas de información. Esos programas de Discovery Max y de Xplora. En su día estuve enganchado a overhaulin’, al remozado de esos vehículos clásicos, a los dibujos a mano alzada, rotuladores y gouache de Chip Foose, incluso me divertía la pantomima de Leepu y Bernie en Chop Shop que dieron paso al Fast n’Loud de los chicos de Garage Monkey a los que estoy fielmente abonado. Me decanto por la pequeña Casa de Empeños de Las Vegas, con sus pequeñas historias detrás de un objeto frente a Empeños a lo bestia, burdo y basto y cruel y sórdido y… disfruto sobre manera con Restauradores, con las restauraciones, con las maquinarias que devuelven a la vida, con el modo en que lo hacen. Supongo que todo esto debe apelar a mi parte más masculina. Es así, y punto, vamos que tampoco me preocupa.

* En 1924, veintinueve antes de Hillary, un montañero inglés llamado George Leigh Mallory intentaba por tercera vez subir el Everest -o el Sagarmatha, Cabeza de cielo, que llaman los Nepalíes por decreto desde los 60 por aquello de que una montaña suya no llevara el nombre de un occidental y le buscaran un nombre porque antes de que un topógrafo británico con nombre británico Andrew Waugh le pusiera en 1865 el de su predecesor (otro George, George Everest) en la laboriosa labor de topografiar la India y el Nepal, al monte que habían denominado Pico XV,  aquella montaña que parecía la más alta del mundo no tenía nombre-.  Junto a Mallory lo intentaba por primera vez otro británico también con nombre británico, que es lo suyo,  Andrew Irvine. Ninguno de los dos volvió. Acaba de empezar junio.

Con la misma pasión con la que tomé estos programas me lancé a ver la serie de capítulos de Discovery Max «Everest: más allá del límite«. Uno que hizo algo de montañismo en su adolescencia sentía cierta inclinación a ver el modo en que gente de todo el mundo se supera para alcanzar una cima más allá del límite, sí, del límite humano. Los primeros fueron apasionantes y sorprendentes, magníficos diría. Hasta el episodio de David Sharp. Si has visto la serie documental sabrás a qué me refiero cuando te digo que ese uououououo de las cabeceras se han convertido en un recuerdo cuando menos desagradable. Pero a excepción de ese episodio, el resto resulta inspirador.

* Más de 10.000 son los intentos que se han hecho en alcanzar la cumbre desde que lo hicieran Edmund Hillary, que era Neozelandés, y Tenzig Norgay, que tan solo era un sherpa, en 1953. No lo hicieron solos, que parece que estas hazañas se hacen así, en solitario, que eran 12 más con 40 sherpas y 700 porteadores, unos amigos, vamos, aunque fueron ellos los que pusieron ‘como un equipo’ los pies en la cima. Era mayo. Desde entonces han pasado por la cima 3500 expediciones, que no son pocas aunque sea en 60 años.  

En la terraza de mi admirado Miguel, El Hedonista, no había quien cenara aquel miércoles pasado, se había cubierto Madrid de rayos, truenos y oscuridad toda la tarde y aún se veían amenazantes en el horizonte después de haber descargado una tromba apocalíptica. En la misma mesa tan improvisada como perfecta, entre los comensales, la deliciosa ensalada y una exquisita carne a la naranja con ciruelas, a mi derecha se encontraba un tipo de esos que guarda en su cabeza un tesoro. Pero como todos los que saben de algo, los que saben de verdad, lucía una gran humildad: Pacopepe, el de plástico-elástico, un referente de la música, de la buena música. A Pacopepe le planteamos un reto, un monte a escalar, no una loma, ni una montaña sencilla, le plantamos sobre la mesa una meta alta y ambiciosa, su propio Everest. Todos dispuestos a apoyarle, ayudarle, prepararle, porque todo gran hombre debería alcanzar su Everest (o Sagarmatha o Qomolangma), cuanto antes en la vida, para vivir sabiendo que uno es capaz de uno y si lo es de uno lo es de dieciséis ochomiles aunque cueste un esfuerzo ímprobo de preparación, de aprendizaje y de entrenamiento. Aunque los grandes hombres saben y están dispuestos a ello, y se deben. Como Pacopepe, sin duda. Aquel día se estaba agotando agosto.

* De todos los que han ido al Nepal para subir al Everest mi padre tenía un amigo, Guillermo, que al menos lo había intentado. Guillermo, montañero y fotógrafo, autor también de uno de los libros más completos sobre Picos de Europa, tenía en su casa unas impresionantes fotografías que él mismo había tomado en su intento. Aquellas fotos de gran tamaño se me quedaron grabadas en blanco y negro cuando yo era pequeño, mucho más pequeño que ahora, y desde aquel día en que descubrí que aquel hombre tranquilo había estado allí, he admirado y tenido a aquel amigo de mi padre como a un gran héroe, de los que son capaces de grandes hazañas por encima de si mismos. Con envidia, reconozco, porque mi montaña, aquel horizonte, está muy lejos de mis posibilidades para subir al cielo del mundo. No me engaño.

No me hago una idea de la sensación de estar allí, a 8548 metros de altura, pero al menos sé lo que se siente cuando uno alcanza sus propias cimas y aún le quedan fuerzas y ánimo suficiente para ir más allá cuando se agota el oxígeno, cuando fallan las piernas, con el peso del mundo. La vida, desde allí arriba, desde más allá de los límites que nos creíamos y nos creamos, la vida ya nunca se ve del mismo modo, se ve bien, se ve… muy hermosa. Y empieza uno a mirar los otros ochomiles desafiantes. Y sólo acaba de empezar septiembre.

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