El último restaurante mexicano en entrar en los 50 Best de América Latina. México: La Dulce Patria de Martha Ortiz.

La chef, una de las más queridas del país, pincela los platos con sabor, técnica, arte y literatura.

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Viendo a Martha Ortiz, una de esas (por desgracia) aún pocas mujeres cocineras que alcanzan la fama con su oficio, a uno podría costarle imaginar lo que va a desfilar por sus sentidos al sentarse a alguna de sus impolutas mesas blancas en Dulce Patria. Es su restaurante en el distrito de Polanco, en Ciudad de México, el último del país en entrar en la prestigiosa lista de los 50 mejores de América Latina que elaboran año a año Acqua Panna y San Pellegrino.

Martha es una mujer aparentemente sobria, que en su atuendo lleva el blanco y el negro por enseña. Es pausada al hablar, elegante en maneras, sofisticada en su trato. Su cocina puede describirse también con todos estos apelativos pero, sin embargo, es también una explosión de color, de matices y sensaciones, un manantial de creatividad.

Orgullosa de su país y de sus raíces ancladas al mismo, en sus platos profesa y demuestra verdadera admiración por esa extensísima tradición culinaria mexicana, por las recetas ancestrales, a las que rodea de un aura de estilo y modernidad en una delicada fantasía sensual y femenina, no en vano el papel de la mujer en los fogones ha sido históricamente crucial, en los fogones no solo en su rol alimenticio, también como núcleo de la vida social. La inspiran la moda, la literatura, el arte… Una marcada estética que lleva en la sangre gracias a su madre, la pintora Martha Chapa, reconocida artista contemporánea.

Entrar en Dulce Patria, desde luego, es entrar en México y en sus tonalidades. El rojo del chile y el oro del sol que lo seca, el blanco central de su bandera, dotados de vida en un espacio en dos plantas diseñado por el arquitecto y compatriota Jorge Huft. A la entrada, para hacer apetito, una zona de bar en la que probar un primer combinado a base de los licores del país o una refrescante agua de jamaica con toque de lichi, de hierbabuena o de aromáticas rosas. Tan buenas, tan variadas, que casi apetece tenerlas como acompañantes durante toda la velada.

Son dos las fórmulas. Cada mes, una que cambia, que se dedica a una inquietud de la chef, puede ser un color, una materia prima, una región en torno a la que se estructuran los diversos platos, un método de cultivo. La otra, una extensa carta que se complementa con otra de vinos y, entre las dos, cada una en su apartado, ponen de manifiesto la relevancia de lo autóctono.

Entre los posibles entrantes, un guacamole «nacionalista» con requesón, granada y chile seco. Unas quesadillas multicolores con flor de calabaza, huitlacoche, epazote y diversos quesos. Unas tostas de atún con aire picante de habanero. Unos sabrosísimos tacos de chilorio (cerdo desmenuzado y condimentado). Abren boca y preparan para un plato estrella, el cebiche vampiro con helado de sangrita y toques de piña y cítricos que pide a gritos un tequila para complementarlo.

Entre las opciones principales, los distintos moles son también seña de identidad. El mole de olla o el pato al mole negro con plátano, arroz y maíz, «con ese sabor a humo, a piedra, a Oaxaca», son buenos ejemplos que no hacen sombra a una buena ternera con salsa de tomatillo y naranja dulce.

El color, hilo conductor, ya se ve, continúa en los postres, en una feria de helados de tabaco, dulce de leche u horchata o en un rico café de olla con espuma de guayaba y canela que se sorbe con unos «mignardises» presentados sobre optimistas juguetes elaborados por comunidades de artesanos.

La implicación social de Martha también es encomiable, y es que su labor va mucho más allá de la gastronomica. Ella cuenta historias, cada propuesta es una leyenda en la que ahonda, un relato que escribe para sí y que comparte después con el mundo.  Con los productores, a los que mima, con los citados artesanos, con las mujeres en su reivindicación de la condición femenina, con sus comensales, por supuesto, sus «coleccionistas de historias» como ella los llama. Para ella, alrededor de las mesas se conforman vidas enteras, suponen conversación, pensamiento, evolución. Y de ahí la importancia del trabajo de sus manos, de las suyas y las de todas las mujeres heroicas a las que admira y cuyo legado nos transmite con sabores inolvidables.

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