Libres.
Nunca un sueño le había resultado tan reconfortante a pesar de la inquietud que había despertado en él... así es como deben soñar los hombres libres, pensó, cuando temen dejar de serlo.
Se despertó de repente y, entre el susto y el disgusto, se aferró al edredón cerrando fuertemente los ojos como si así pudiera amarrarse al sueño o, al menos, recordarlo para siempre.
En su ansioso duermevela no logró conciliar el sueño de nuevo pero tampoco olvidó lo soñado por eso dejó que la pereza lo envolviera mientras se repetía una y otra vez ‘yo también puedo ser libre, yo también puedo ser libre, yo también puedo…’.
Ya de buena mañana y mejor café, miraba los periódicos de lejos porque aquel domingo, más que ningún otro, quería vivir ajeno al mundo y sus cosas, quería vivir en su sueño para hacerse más fuerte, más claro, más lúcido.
En su sueño sonaba de fondo, como un eco, Clara Campoamor gritando ¡la libertad se aprende ejerciéndola!; y junto a ese eco sonoro y vital sonaban otras voces que decían otras cosas que eran, en el fondo, la misma: sonaba Virgina Woolf confirmando que no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente, porque no se es libre por fuera, se es primero y siempre libre por dentro; sonaba Emilia Pardo Bazán bramando, como sólo ella sabía bramar, que vivir es tener opiniones, deberes, aspiraciones, ideas… y bajando luego el tono, ya con la atención del mundo puesta en su voz, para confirmar que no hay palanca más poderosa que una creencia para mover las voluntades humanas… quo vadis, razón? La verdad es que no importa si rondan las creencias, tampoco importa si las creencias son religiosas o ideológicas, llevan al mismo fin cuando se imponen, el fin de los hombres libres… salvo que los hombres sepan, como sabía Pavese, que una tremenda fuerza está en nosotros, la libertad y es que la libertad no hace felices a los hombres, los hace simplemente hombres, como rezaba Max Aub, lo hacía al final de su inolvidable sueño interrumpido por un despertar abrupto.
Allí estaba él, retozando en su sueño y disfrutando de su café de domingo cuando un tipo bien parecido y un poco desgarbado, alto, extremadamente delgado, con un sombrero ladeado sobre la ceja izquierda y una bandera doblada cuidadosamente entre las manos se sentó a su mesa: la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres*.
Y tuvo la sensación de que así, a plena luz del día y con su amigo Alonso sonriéndole a la cara como sonríen los hombres buenos, se completaba el sueño que no había llegado a soñar del todo al despertarse de repente, entre el susto y el disgusto…
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*Extracto de El Quijote. Miguel de Cervantes.