Georg von Békésy, el mecánico del oído interno.

Békésy obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1961.

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De acuerdo con la saga, Heimdal era capaz de oír crecer la hierba.  Georg von Békésy (1899-1971) nos enseñó que el oído humano no llega a tanto, pero es capaz de resistir ondas sonoras capaces de hacer vibrar nuestro cuerpo, de percibir el choque de una molécula de aire contra el tímpano o de distinguir el ruido, de las voces y de la música.

Nacido en Budapest e hijo de un diplomático, su infancia transcurrió entre tres ciudades tan diferentes como Munich, Constantinopla y Zurich. La necesidad de amoldarse a diferentes colegios, sociedades, e incluso lenguajes, le enseñó a sacar lo mejor de cada entorno.

De naturaleza enfermiza desde niño, se refugió en los libros y estudió mucho más allá de lo exigido por el colegio. Tuvo la suerte de que el sistema suizo, en el que cursó los últimos años de escuela y la carrera universitaria, permitía liberar tiempo a los alumnos aventajados como él, de manera que dispuso de seis meses entre el final de la enseñanza secundaria y su entrada en la universidad. Y los dedicó a emplearse en un taller mecánico de relojes. No sospechaba lo útil que le resultaría aprender de la precisión de sus compañeros mecánicos, a lo largo de su vida.

Se graduó en Química en la Universidad de Berna y se doctoró en Budapest. «Mi padre me aconsejó doctorarme en el país del que fuera ciudadano». Y así lo hizo. Corría el año 1926 y el período de entreguerras estaba siendo muy duro en Hungría. Georg volvió en una «fuga de cerebros invertida»: quería ayudar a levantar la nación.

Fue entonces cuando vivió uno de los primeros escollos de su vida. Todo su conocimiento no valía para nada. No encontraba en qué se podía aplicar. Así que razonando al revés, buscó qué laboratorio era el mejor equipado de Budapest. Y lo encontró: el Laboratorio de Comunicación del Gobierno Húngaro. Entró de aprendiz, sin cobrar, y destacó enseguida. Allí investigó la transmisión del sonido en la telefonía, en concreto, el funcionamiento eficiente del auricular. Pero también, a petición del gobierno, la transmisión por cables que no fueran de cobre o aluminio, que eran muy caros y escasos en Hungría: descubrieron los cables de aleación de tungsteno. Él recordaba cómo la situación tan precaria tuvo como consecuencia positiva aprender a funcionar improvisando, sin medios. Y, especialmente, trabajar en un laboratorio pequeño con personal muy eficiente que no se metía en lo que hacían los demás, y sin mirar el reloj, por amor a la investigación.

La suya, en concreto, le llevó, por asociación, al estudio del «auricular» humano: el oído. Y, en concreto, la parte interna, la cóclea. No fue el primero que describió su funcionamiento, pero hasta entonces se trataba de hipótesis, la cóclea o caracol está alojada en el hueso más duro del cuerpo humano. Békésy superó todos los obstáculos hasta lograr observar el funcionamiento del oído interno. Tuvo que ingeniárselas para conseguir cabezas humanas. Lograr que sus compañeros del Departamento de Física le dejaran diseccionar en el laboratorio. Evitar problemas legales. Diseñó un modo de disección limpio que le permitiera ver y medir la vibración del sonido en el órgano auditivo. La Segunda Guerra Mundial le apartó un tiempo de su tema de investigación, pero al acabar ésta lo retomó. Pero, entonces, otra circunstancia histórica se le cruzó en el camino: la invasión soviética. La mayoría de sus compañeros fueron deportados o fusilados. La universidad se convirtió en un lugar insoportable. Tuvo que irse a Estocolmo, y de ahí, en 1947 a Harvard. Pero la vida en los Estados Unidos no era un paraíso para él. Los departamentos universitarios, presionados por la financiación en función de los logros, no eran lo mismo. No se investigaba por pasión, sino por dinero. Además, el tamaño de los departamentos implicaba una organización burocrática compleja e ineficiente. El método de trabajo no encajaba con Békésy. A punto de ser jubilado con 67 años, se fue a la Universidad de Hawai, donde creó un laboratorio y siguió investigando hasta su muerte.

Georg Békésy fue un hombre solitario, amante de la música y coleccionista de obras de arte. En uno de sus escritos, poco antes de morir, relató cómo vivió el paso por diferentes colegios y laboratorios y concluyó que la transmisión de datos no es enseñar, que la clave es enseñar métodos de investigación, que es importante decir lo que uno no sabe sin avergonzarse, que más dinero no es mejor investigación y que la experiencia de la que aprendió más fueron los paseos con su padre por el campo. Y, sobre todo, que «empezamos a tener hambre mientras comemos», se trata de emprender el camino del descubrimiento y aprender sobre la marcha a despejar dudas y trabas.

Békésy obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1961.

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