Torcidos.

Los renglones torcidos del mundo parecían cada día más y más largos, más retorcidos, más oscuros, más incomprensibles, más temibles... más indeseables.

Estaba cansada. Muy cansada. Había descubierto que la publicidad mentía. No sólo pesaban los kilos. También los años. Los años y la vida. Los días pasados. Las heridas sufridas. Y los miedos venideros que se hacían sentir, previsores ellos, no fuese a ser que llegado su momento la encontraran muerta sobre sus pies torcidos…

Veía a los niños desde su ventana. El ruido de risas y llantos, de patinetes, bicicletas y carreras, de columpios y toboganes, de madres histéricas y de padres desnortados se colaba en su dormitorio y lo agradecía, le recordaba que todavía estaba vida. Que todavía había vida. Pero estaba cansada. Muy cansada.

Se levantó sin ganas y con mucho esfuerzo, agarró el bastón que se negaba a utilizar en público y se acercó a la ventana: vio a los más pequeños mecerse en el columpio a ritmo lento, a los medianos escalando el rocódromo y lanzándose después en la tirolina y a los mayores, que eran en efecto demasiado mayores para el parque y demasiado pequeños para cualquier otra cosa, sentados en los bancos, comiendo helados y chuches, hablando de sus cosas, soñando, sin duda, con el día en que podrían salir del parque y hacer planes de mayores…

Dejó vagar su vista de los columpios pequeños a los bancos pasando por el tobogán y la tirolina grande una y otra vez, una y otra vez… le pareció un lugar seguro, el lugar más seguro del mundo, no porque no pudiese ocurrir nada malo, que ocurría, sino porque allí se respetaba una ley no escrita: los niños jugaban con los niños y los mayores hablaban de sus cosas con la boca mientras vigilaban con los ojos el juego de los pequeños, nada más… Por eso el parque era un lugar seguro, porque allí los niños eran dueños y señores de sus juegos, porque allí se conocían a sí mismos y a otros niños, se enamoraban de la niña que volaba más alto en la tirolina y del niño que subía el rocódromo más rápido, allí ellos estaban a sus cosas, a su infancia… sin que los adultos interfirieran en nada, sin que trataran de impedirles ni imponerles nada, sin que despertaran en ellos curiosidades a destiempo ni alentaran aventuras disparatadas.

Sus piernas la sostenían a duras penas y el leve dolor que sentía en las plantas de los pies comenzó a subir gemelos arriba llegando a los abductores, por eso volvió a su butaca antes de que el tsunami de sensaciones terribles llegara a la espalda; se recostó y cerró los ojos mientras el dolor volvía de nuevo hacia las plantas de sus pies e iba desapareciendo como si la alfombra lo absorviese. Así, en una especie de relajado duermevela, seguía oyendo las voces alegres de los niños, sus juegos callejeros, sus risas, sus gritos e incluso sus llantos… y así su mente viajó en el tiempo sobrevolando los momentos en los que era ella la que corría parque arriba y parque abajo, quien se enamoraba del niño del jersey rojo y quien se pintaba los labios con cacao como si fuera carmín… y recordó al padre del niño del jersey rojo…

Era un tipo grande y contrahecho, un hombre a una nariz pegado, con la panza de Sancho y la chepa del jorobado de Notre Dame; era feo como el demonio y la miraba. Siempre la miraba. A veces incluso le sonreía monstrándole una colección de dientes rotos y oscuros, sucios como todo él… Ella volvía a mirar al niño del jersey rojo y se preguntaba como había podido hacer aquel monstruo un niño tan mono. Con los años supo que no había podido…

Abrió los ojos para borrar de su mente la imagen de aquel hombre que un día la cogiera de la mano y del que se soltó sin pensarlo, tal vez si hubiera sido tan guapo como ‘su hijo’ le hubiera acompañado a comprar chuches, tal vez…

Encendió la televisión y escuchó…

Todos los niños tienen derecho a saber que ningún adulto puede tocar su cuerpo si ellos no quieren. Si ellos no quieren

¿Si ellos no quieren? aquella frase le removió las entrañas ¿si ellos no quieren? ¿y si un adulto los engatusa y los convence de que ellos sí quieren? Pensó de nuevo en el padre del niño del jersey rojo y en la suerte de que fuese tan feo y mal encarado…

Tienen derecho a conocer que pueden amar o tener relaciones sexuales con quien les dé la gana. Basadas, eso sí, en el consentimiento. Y esos son derechos que tienen reconocidos

Los renglones torcidos de Dios eran, a sus ojos, a sus oídos y a sus cinco sentidos, cada días más largos, cada día más retorcidos y oscuros, cada día más terribles… y más indeseables.



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