Leo.

A Leo le gustaban los cuentos y los devoraba con las mismas ganas que las meriendas invernales de chocolate con churros.

Leo sostenía con sus pequeñas manos un libro gordo de letras grandes y bonitos dibujos, de cuando en cuando arrugaba la nariz para sostener las gafas porque era un niño pequeño, de nariz pequeña y de grandes gafas de pasta, gafas sin las que no veía tres en un burro ¡no arrugues la nariz! le gritaba su madre desde la cocina aun sin verlo… y el Leo resoplaba ¿cómo no iba a arrugar la nariz si tenía las manos ocupadas sujetando el libro y las gafas se empeñaban en deslizarse como si su tabique nasal fuera una pista de snowboard? Claro que como aun siendo un niño tan pequeño era ya la mar de ocurrente, encontró la solución: se deslizó del sofá al suelo dejando el libro abierto donde antes estaban sus posaderas y se arrodilló en el suelo, junto al árbol de Navidad; así podía leer con manos libres y evitar el descenso de sus gafas con las manos y sin arrugar la nariz.

¡Érase un dedo a una nariz pegado! le recriminó su madre al ver que no dejaba de tocarse las gafas ¡se caen! dijo él desesperado ¡me hiciste una nariz muy pequeña! regañó a su madre sin miramiento alguno… ella sonreía mientras le ajustaba las patillas de las gafas y pensaba que, puestos a haber hecho algo mal, no sería tanto la nariz pequeña y respingona como los ojos cortos de vista pero se abstuvo de expresarlo en voz alta.

Cuando las tardes de domingo vienen frías y amenazan lluvia no hay mejor plan que el del chocolate caliente y buenos cuentos, eso era algo que Leo sabía desde hacía ya tiempo y por eso cuando vio entrar a padre por la puerta con la bolsa de churros calientes y el olor a chocolate proveniente de la cocina comenzaba a llegar al salón, dio un brinco y se plantó en la cocina dispuesto a gozar de su merienda invernal.

¿Y ahora qué vas a hacer? Le preguntó su padre, voy a terminar el cuento, respondió Leo muy resuelto y después no se…

Pues sí que te gusta leer, comentó el padre más para sí mismo que para que Leo respondiera nada, pero el pequeño se encogió de hombros con su cara entera manchada de chocolate y su boca llena de churro ¿y por qué te gusta tanto leer? le preguntó esta vez sí con toda intención…

¡Porque me gusta! respondió Leo muy resuelto como si eso fuera una respuesta… pero no tardó más que unos segundos en sonreír con notable picardía para añadir y porque así voy a saber más que tú y ¡no me vas a engañar nunca! Leo todavía no le había perdonado a su padre que le hubiera mentido con aquello del Ratoncito Pérez, que incluso lo hubiera llevado a la casa del susodicho ratón y que todo fuera un cuento (el día que sepa que además del Ratoncito Pérez somos Papá Noel y los Reyes Magos nos denuncia por maltrado, dijo el padre sonriendo una vez el pequeño, disfrutada su merienda invernal, había vuelto al salón con la intención de terminar su cuento).

Quédate con lo bueno, le respondió la mamá del pequeño de nariz pequeña y gafas grandes, le molesta que lo engañen y lee para ser más listo que quienes tratan de engañarlo…

Sí, respondió el padre, ciertamente estamos criando un abstencionista.

 



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