Calorina.

44 grados a la sombra, dijo la mujer del tiempo sin despeinarse, sin que se le moviera una ceja, sin caerse de sus tacones y dejando helado de calorina a quienes la estaban escuchando...

El silencio en las calles era absoluto, el sol caía sin piedad y secaba todo lo que tocaba, cuando no lo quemaba; el aire era suave pero también tórrido, asfixiante, propio de un día de 44 grados a la sombra a las tres de la tarde; las puertas y las ventanas estaban cerradas, bajas las persianas y nadie a la vista; no es que fuese la hora de la siesta, que también, es que la calorina era insoportable, tanto que apenas se podía respirar y así como los días más infernales del invierno encerraban a las gentes en sus casas, lo mismo hacían los tórridos días de verano, congelaban el tiempo y escondían a propios y extraños en sus guaridas de siempre o sus residencias de descanso.

Pero las horas centrales del día pasaban como todas las demás y a poco que el sol empezaba a caer ya no había quien lograra retener a los más pequeños en casa por muchos cuentos que sacara uno de la estantería: algunos corrían hacia el parque levantando una polvareda notable porque allí, a la sombra de los pinos, la diversión estaba asegurada, otros se salpicaban en la fuente y algunos más corrían de patio en patio mientras los padres de unos y otros rellenaban con agua fresca las piscinas de plástico.

Los abuelos, buenos conocedores del verano local y su calorina, tardaban un poco más en salir a los bancos de piedra de la plaza o a las de piedra del merendero: algunos jugaban a la petanca y otros al dominó, las mujeres hablaban de los que ya se habían ido y de los que estaban por llegar y Raimundo, el dueño del bar, sacaba la parrilla al patio para asar unos costillas de las que darían buena cuenta quienes habían reservado mesa para cenar en su local; sólo el ruido del motor del camión de la cerveza acallaba el griterío de los niños… Y así iban pasando las últimas horas del día.

De caña en caña y de jarra en jarra, un tinto de verano por aquí y varios refrescos por allí, una de bravas y otra de costillas, una ensalada de la huerta y unos torreznos; abanicos al viento y vestidos ligeros, alpargatas y zapatillas empolvadas, sudores fríos y gentes que iban y venían… Los más viejos del lugar sonreían en la plaza, para ellos la cena era un poco de nada, algo ligero y bien frío, nada que llevara a las mujeres a la cocina; los atardeceres de verano eran su momento del día, cuando veían el pueblo lleno de vida y de gente como no estaba nunca el resto del año, para ellos aquellas horas eran como un viaje en el tiempo, se sentían jóvenes y vivos, despiertos… tanto era así que no había día en el que Raimundo no dejara su parrilla al mando de su señora y sacara su acordeón para hacer bailar a sus vecinos.

¡Los abuelos están locos! se carcajeaban los niños, a lo que los padres respondían: esos que bailan no, ni siquiera Ramón moviendo el culo agarrado a su garrota está loco, loco está su hermano, el que no sale de casa porque un día no oye del oído izquierdo y otro del derecho, porque cuando no le duele un pie le duele una mano, porque no sale de su ombligo ni para ir a buscar el pan…

¿El hermano de Ramón vive en su ombligo? Preguntó uno de los niños con los ojos tan abiertos que parecían que fuesen a salirse de sus cuencas ¡no! respondió Ramón dando otra vuelta alrededor de su garrota, ¡mi hermano es el ombligo del mundo! añadió para mayor desconcierto de los más pequeños… aquello tendrían que contárselo a la profesora en cuanto empezar el curso ¡el mundo tenía ombligo, era un señor la mar de desagradable y estaba en su pueblo!



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