Precipitarse.
Había llegado el momento de precipitarse, el instante en el que debía dejar de fluir y sentar cátedra de pensamiento propio, solidificarse. Qué breve y terrible instante en el discurrir de una vida entera...
No hay que precipitarse, solía decirse cuando sentía que tenía la vida por delante, cuando el tiempo parecía un bien inagotable y la vida un pastel a degustar en todos sus sabores… ¿cuánto tiempo hacía de aquello? No quería pensarlo ni necesitaba hacerlo, le bastaba saber que había llegado el momento de precipitarse, era eso o dejar que su vida fuera pasto de la nada, dejar que la vistieran de harapos viejos o nuevos, de ideas de otros, de pensamientos ajenos, de absurdos infinitos y antagonismos insufribles.
¿Cuántas veces puede precipitarse uno en la vida? se preguntó mientras se preparaba un café; si hablamos de acelerarse, sin duda muchas, si hablamos en términos químicos la cosa es bien distinta: precipitarse es convertir un líquido en sólido, es dejar de fluir, dejar de ser fluido y solidificarse, sentar cátedra de pensamiento propio… y para precipitarse así cabe que no haya que hacerlo rauda y velozmente sino serena e incuestionablemente.
¿Estaba lista para precipitarse? ¿Y qué carajo importaba? Era ahora o nunca, el momento era ese y no habría otro, no al menos tan idóneo.
Puso la mitad de estevia de la que solía en el café para que su sabor fuera más intenso, más puro, le añadió un par de golpes de canela para enriquecerlo, para hacer su degustación más placentera y se acercó a la librería del salón; allí estaban sus tesoros, las letras que la habían llevado al momento en el que estaba, el de precipitarse, sonrió para sí diciéndose que con aquella compañía ¿cómo no estar lista?.
En aquella librería había un poco de todo: junto a Bradbury estaba Orwell y a su lado Huxley; Austen ocupaba un buen hueco y faltaba George Eliot pero sólo porque llegó más tarde y lo hizo en formato digital, ocupaba un lugar notable en su ebook junto a Escohotado; allí estaban los libros rojos… una colección elegante con letras doradas que decía incluir las mejores novelas del mundo; se la había regalado su abuela, la misma que pasando las de Caín para que no faltara un plato de comida en la mesa, se había suscrito al Círculo de Lectores y comenzado una librería para sus hijos. ¿Cómo no iba a estar preparada después de ella, después de todo aquello?
Apuró el café y se concedió una semana más para precipitarse, una semana que dedicaría a leerse y repasarse, a pensarse de nuevo, a asegurase de haber echado todos los ingredientes en el caldero antes de precipitar la mezcla, antes de precipitarse… antes de poner pie en pared más allá de la puerta de su casa, antes de salir de su zona de confort, que dirían los cursis, antes de sentir el mundo como su zona de confort, se decía ella.