Palomitas.

Érase una vez la historia de un cuenco de palomitas, un par de películas, un libro y tres viajes, la historia de un escritor que tenía algo que decirnos...

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Se preparó un cuenco gigante de palomitas, su único capricho gastronómico semanal fuera de su saludable dieta mediterránea y se dispuso a viajar… Se había propuesto pasarse el fin de semana viajando sin salir de casa e iba camino de conseguirlo: había empezado el viernes con una película, de cuyo nombre no quería acordarse, que transcurría íntegramente en la cabina de un avión; a continuación había devorado, casi literalmente, un cuento viajero de Thomas Wolfe, de ese sí recordaba el título: Tengo Algo que Deciros; se trataba de una novela corta que transcurría íntegramente en un vagón de tren (con un par de paradas y visitas al andén), el tren viajaba de la Alemania nazi al todavía libre París…;  y ahora, cuenco de palomitas mediante, se disponía a viajar en coche (lo de vacaciones en el mar prefería dejarlo para otra ocasión, resultaba demasiado doloroso no haber visto el mar aquel verano a cuenta de la maldita pandemia para encima regodearse en su desgracia viendo a otros viajar en barco… claro que cuando llevaba algo menos de media hora de película con el protagonista al volante de su coche por una autopista, por la noche, limitándose a hablar por teléfono con unos y otros, comenzó a pensar que ver Titanic igual no era mala idea, así, con un final acorde a las circunstancias…

Decidió apagar la televisión, y quedarse recostada en el sofá disfrutando de su cuenco de palomitas y repasando sus notas de Tengo Algo que Deciros porque ese título parecía gritarle desde la portada del libro y, después de leer la novela (corta, cortísima…) no hacía más que darle vueltas a lo que Thomas Wolfe tenía que decir a los europeos justo antes de que Europa iniciara su segunda autodestrucción en un siglo…

La verdad era que la idea de contar una historia que se va desvelando alrededor de unos personajes deconocidos en la cabina de un avión o en un vagón de tren, podía parecer un modo absurdo de constreñir la historia pero al final resultaba no serlo tanto porque los propios personajes, cuya vida va mucho más allá del tiempo que pasan en esos lugares, mucho más allá de ese viaje, se desvelan y, al desvelarse, dejan buena muestra de cómo es el ser humano desde su lado más heroico al más cobarde, con sus miedos y angustias, sus audacias, su prudencia, su dolor… con todo lo que somos y podríamos ser.

Apartó el cuenco de palomitas, del que no había podido dar cuenta por completo, y se preparó un gin tonic porque, más allá de lo que Wolfe tuviera que decirle, había una idea que no dejaba de darle vueltas por la cabeza: podía tolerarlo todo y a todos, a los cobardes y a su cobardía, a los miedosos y sus miedos, a los que saben más o saben menos, a los más o menos audaces y atrevidos, a los listos de la clase y también a los abusones… con quienes no podía era con los hooligans, con los que abrazaban unas ideas por razones que ni ellos mismos acababan de comprender, apagaban su espíritu crítico, su pragmatismo y hasta ese mínimo egoísmo que necesita el ser humano como parte de su kit de supervivencia, y atacaban con todo lo que son, que es mucho menos de lo que podrían ser, a quien osaba discrepar de sus ideas, de esas ideas que alguien había plantado y regado en su cabeza y que ni ellos mismos eran capaces de desentrañar…

Tal vez, pensó mientras disfrutaba de su gin tonic con poco gin, mucha tonic zero, hielo picado y una rodaja de lima, había llegado el momento de que escribiera su particular Tengo Algo que Deciros. O tal vez no.

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