Gris.
Esta es la historia de un mundo gris... o de un hombre que veía el mundo en escala de grises... no sé.
–Gris– dijo. –Lo veo todo gris– añadió. –¿En blanco y negro?– le preguntó el oftalmólogo mientras golpeaba veloz y a la vez patosamente el teclado. –No– respondió él –gris-; el oftalmólogo apartó la mirada de la pantalla y la fijó en el hombre tranquilo que estaba sentado al otro lado de la mesa; no tendría más de 40 años y su piel era muy blanca, su pelo castaño claro casi rubio y sus ojos verdes… ¿azules tal vez? En todo caso eran muy claros; que lo veía todo en gris, decía… –¿en escala de grises entonces?– le preguntó; el hombre lo pensó por un momento, se encogió de hombros y repitió –lo veo todo gris-.
Después de aquello llegaron las pruebas; tensión ocular, fondo de ojos, agudeza visual, estudio de la refracción, la córnea, el iris, la pupila, el cristalino, el humor vítreo, la retina, la mácula y hasta el nervio óptico; también exámenes del campo visual y de la agudeza visual además de tonometría; le pidieron incluso un escáner y una resonancia; por un momento pensó que querrían abrirle la cabeza para verla por dentro.
Soportó las pruebas, día tras día, con la calma de un hombre tranquilo aunque era, sin saberlo, la atracción de la clínica…
El primer día llegó con un jersey de rayas marineras y un pantalón verde agua, una combinación extraña pero no del todo extravagante; el segundo día resultó más llamativo porque había combinado una camisa azul klein con un pantalón burdeos y el tercer día… vestía traje y corbata, el pantalón del traje era color camel y la chaqueta gris marengo, la camisa morada y la corbata verde flúor; nadie dudaba ya que aquel hombre veía todo en escala de grises.
Llegó el día de los resultados; el hombre tranquilo llegó a la clínica con 10 minutos de antelación y pudo ver, tamizado en gris, a su oftalmólogo departiendo con algunos compañeros, no podía verlo pero era su expediente el que estaba sobre la mesa y, por el modo en que lo miraron todos mientras se encaminaba a la consulta, supo que algo no iba bien… no le pareció entonces tan mal ver el mundo en gris ¿y si le decían que pronto perdería el único color que le quedaba? Nada en sus movimientos ni en la expresión de sus ojos delataba su temor pero ahí estaba, pintado en reluciente gris.
–¿Y entonces?– Preguntó cauto pero directo en cuanto tuvo al oftalmólogo sentado al otro lado de la mesa; el oftalmólogo le acercó una carpeta que ponía ‘copia para el paciente’ y le dijo –todo está bien-. El hombre tranquilo no abrió la carpeta, ni tan siquiera la miró, clavó sus ojos en los del oftalmólogo buscando las respuestas que el tipo no parecía dispuesto a darle –¿está bien ver todo gris?– preguntó sin ánimo de sonar beligerante pero sin poder evitar hacerlo –no– respondió velozmente el oftalmólogo –no; lo único que digo es que en sus ojos todo está bien-.
Se hizo un silencio incómodo que rompió el oftalmólogo suave y sutilmente, inquieto, removiendo los papeles, sin mirarle directamente a los ojos más que de pasada… supo entonces que el tipo tenía las respuestas que buscaba pero que resultaba le difícil dárselas, lo dejo marear los papeles y retorcer las palabras, darles vueltas, casi acariciarlas, antes o después tendría que soltarlo… y lo soltó: –verá, en sus ojos todo está bien, la razón de que no vea usted colores no está en sus ojos-.
–¿Y entonces dónde está?– Preguntó sabiendo lo que iba a pasar –yo soy oftalmólogo– dijo el tipo –y he revisado cada una de las pruebas con otros oftalmólogos y con el equipo de neurología; no hay nada físico en usted que le impida ver colores… tal vez deba buscar ayuda en otra especialidad médica-.
El hombre tranquilo se puso en pie y cogió la carpeta que estaba sobre la mesa –permítame sólo una pregunta– le dijo –¿no cree usted que vea todo gris o cree que veo todo gris porque estoy como una cabra?- El oftalmólogo se levantó de un brinco y respondió tan rápido que el hombre supo que le decía la verdad –sé que ve todo gris– porque veo sus atuendos, le faltó decir –pero también sé que nada en sus ojos ni en su cerebro le impide ver colores y quien mejor se ocupa de los daños que se sienten pero no se ven es el psiquiatra-.
Daños que se sienten pero no se ven… aquella frase lo acompañó toda la tarde, incluso la soñó aquella noche y las siguientes, pensaba en ella constantemente mientras la veía escrita en gris sobre un fondo todavía más gris, mientras la escribía con sus manos grises y ocupaba todos sus pensamientos grises.
Y entonces, antes incluso de que el psiquiatra le ayudara a hacerlo con mayor y mejor orden, comenzó a pasear por su vida pasada, por el tiempo en el que veía colores: su madre era una mujer gris y su padre casi un fantasma a su lado, su casa era oscura y triste, carente de vitalidad y color, su hermana era una mujer recta y callada, oscura, y su hermano pequeño la nota discordante, un niño revoltoso e inquieto, juguetón, risueño, divertido… la única nota de color de su vida; vestían los tres igual, desayunaban, comían y cenaban lo mismo cada día y a la misma hora, iban al mismo colegio y tenían los mismos amigos (ninguno); sólo le compraban libros nuevos a su hermana mayor pero no le permitían usarlos, su padre los fotocopiaba y su madre guardaba los nuevos en un cajón de su escritorio, bajo llave, porque decía que tenían que ser los tres iguales.
Cuando llegó a la adolescencia a su hermana no le permitían salir ni maquillarse ni usar tacones porque sería impropio que sus hermanos lo hicieran; sólo cuando ellos cumplieron los 12 años aligeraron las normas bajo una condición: la igualdad no era negociable; su hermano pequeño se divertía pintándose y usando los tacones de su hermana y a él le obligaban a hacerlo cuando salían a merendar los domingos en la que era ya la única actividad que compartían como familia fuera de casa.
Pero sucedió algo, nunca supo qué aunque pasados los años llegó a imaginarlo; su hermana dejó de pintarse y de usar tacones, se vestía con ropas grandes y oscuras y su rostro era la amargura hecha carne; no mucho tiempo después su hermano pequeño, tenía entonces 16 años, no regresó del instituto. Nadie lo buscó. Desde que la oscuridad se había adueñado de su hermana la vida se había convertido para él en un suplicio. Llevaba tiempo diciendo que huiría de la caverna en la que había nacido en la primera ocasión que se le presentara. Supuso que lo había hecho del mismo modo que supuso que aquel noviete de su hermana era un hijo de mala madre.
Armado con su intensa formación en igualdad se había lanzado a la vida, una vida que no era luminosa pero tampoco carente de color, sólo los domingos por la tarde, cuando visitaba a sus padres y a su hermana, la oscuridad lo cubría todo: el café era negro, el azúcar moreno, las pastas integrales… y los ojos de su hermana un oscuro pozo que no parecía tener fondo.
Y entonces recordó el momento en el que todo se había tornado gris a sus ojos: fue una tarde de domingo… había llevado a Clara a conocer a sus padres y a su hermana, le había advertido acerca de ellos e incluso le había dicho que recordara que era con él con quien tejía planes para el futuro, no con ellos… pero aquel café de aquella tarde había resultado asfixiante para Clara, tan asfixiante que jamás volvió a salir con él y él…
No se deprimió ni si angustió, no había soltado ni una lágrima, pensó incluso que ya habría otras chicas y se prometió, eso sí, abstenerse de presentarles a sus padres; pero de aquello hacía ya más de 10 años y no hubo más chicas porque todas le daban igual, todo le daba igual, nada le parecía bien ni mal; al principio aquella sensación de paz y equilibrio, de igual dá, le parecía incluso placentera… hasta que comenzó a ver todo en gris y poco a poco se dio cuenta del modo en que la igualdad* podía llegar a ser la nada misma.
Veía a su psiquiatra una vez a la semana, hablaban y tenía la sensación de entender cada día mejor lo que le sucedía, cada sesión terminaba del mismo modo –¿cuándo veré colores de nuevo?– preguntaba –calma– respondía el psiquiatra –tiempo al tiempo, volverán con la calma con que se fueron-. Tal vez era porque todo lo veía gris pero no supo adivinar el modo en que su psiquiatra torcía el gesto en sus sesiones, en cada sesión una vez más que en la anterior.
El hombre tranquilo ya no tenía calma, su mente hervía de angustia y prisa, se le escapaba la vida entre las manos ¡había perdido tanto tiempo en su mundo gris! Quería recuperar sus colores, qué digo recuperar, ansiaba descubrir los que nunca había llegado a ver, salir incluso de la paleta de tonos pastel que había sido su infancia. Y tuvo una idea ¿y si plantaba fuego a la casa en la que le habían construido el mundo gris de su cabeza? A sus padres y a su hermana no les importaría, todo les daba igual… y tal vez la destrucción de la fuente de su asfixiante mundo le devolviera el color ¡incluso puede que viera el color en las llamas fulgurantes!
Su suerte, que para él fue mala suerte, fue que se lo propuso a su psiquiatra antes de hacerlo y él, que veía en cada consulta como su paciente, presa de la ansiedad, se acercaba más a la locura de lo que se alejaba de ella, no pudo darle más margen.
Cuando vio a los dos policías en el quicio de la puerta de su casa supo que el mundo de colores había muerto, que sería gris por siempre jamás, que ganaba el universo oscuro de su casa y perdía el mundo entero… gritó desesperadamente cuando se lo llevaron… pero a ninguno de los hombres y mujeres grises que caminaban por la calle le importó, a todos les dio igual.
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*Igualdad: referido a la igualdad cuando es de resultados, no de oportunidades.