El tesoro que busca Eloísa.

Don Dato y Don Relato eran dos señores muy diferentes pero a Eloísa no le gustaba ninguno de los dos, sentía que la despistaban, que con ellos se perdía en lugar de encontrar lo que buscaba.

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Don Dato era un señor muy pulcro, limpio y ordenado; olía a tabaco y lima, lucía una barba bien recortada y vestía trajes hechos a medida, la corbata siempre a juego con la camisa y los gemelos bien colocados; su despacho era un reflejo de sí mismo: los libros ordenados por temática y autores, la mesa perfectamente recogida, una planta en el rincón derecho y un sillón de leer en el izquierdo, junto a la ventana; nada en su persona o en su vida estaba fuera de lugar y todo era tan cierto y verdad como tangible y sólido. Para Don Dato la vida era como una hoja excel, todo sucedía ordenado en filas y columnas, había un lugar para cada cosa y cada cosa sucedía siempre en su lugar.

Don Relato en cambio era un señor un tanto disperso y despistado, elocuente, divertido, sorprendente, épico e incluso heroico si se levantaba con el pie izquierdo; era un revolucionario de salón y su despacho parecía el camarote de los hermanos Marx, no porque entrase y saliese mucha gente, cosa que a veces ocurría, sino porque ni siquiera él mismo sabía dónde tenía colocadas las cosas ¿su biblioteca? Era un caos que pedía gritos a un diplomado en biblioteconomía y documentación y su armario no es que necesitara a una ordenatriz profesional ni a una estilista, necesitaba un paso por la lavadora y la tintorería. Para Don Relato la vida era una aventura carente de rutinas, de orden y de concierto.

Cuando Don Relato cruzaba la puerta, ya fuese de la panadería del barrio o del supermercado, del café de la esquina o de la librería de enfrente todo el mundo sonreía y lo saludaba efusivamente; había quien contaba los lamparones de su camisa e incluso quien hacía apuestas acerca de cuántos días hacía que no se cambiaba de pantalones pero todos esperaban con emoción a que Don Relato hablase, porque incluso una historia tan simple como ‘anoche se rompió la cafetera y por la mañana… la cafetera seguía rota’ en su boca sonaba épica y emocionante; para todos salvo para Eloísa, la hija del librero, una niña tan ordenada como el señor Don Dato y tan amante de los cuentos como Don Relato.

Eloísa escuchaba siempre respetuosamente a Don Relato desnudando de épica lo que él contaba; ‘a esta niña le falta imaginación’ se lamentaba Don Relato cuando ella lo dejaba sin épica, y el librero se encogía de hombros porque, dado que la niña era un auténtico ratón de biblioteca, no sabía qué más hacer para alentar su imaginación, si las aventuras y desventuras que leía no despertaban su imaginación ¿qué lo haría? Tal vez esté enterrada bajo un almendro, murmuró, afortunadamente de forma incomprensible para el librero, el caótico Don Relato..

Cuando era Don Dato quien entraba en la librería a comprar el periódico o a encargar un libro, quien se sentaba en la terraza del café a gozar del sol de la mañana o se compraba un croissant para merendar en la panadería, nadie le prestaba demasiada atención, tenía fama de lapidario y aburrido y ni tan si quiera a la serena y falta de imaginación Eloísa le gustaba; tiene razón, solía decirle la niña, para luego añadir ¿y qué?.

Mientras Eloísa era pequeña importaba poco o nada lo que dijera, ahora que comenzaba a levantar algo más que dos palmos del suelo y se adentraba en la siempre sinuosa adolescencia, a su padre le preocupaba un poco más porque no se trataba ya de que la niña pareciese desubicada ¡ya tendría tiempo de encontrar su lugar en el mundo! El problema era que no parecía tener intención alguna de buscar tal lugar, nada de lo que la rodeaba le era ajeno pero nada parecía importarle demasiado; detestaba el parque y tenía pocos amigos, Don Relato no la divertía y Don Dato la aburría mortalmente, además le parecía que los dos eran perfectos maleducados, el uno por no cuidar su aseo y deleitar al mundo con un aspecto manifiestamente mejorable y el otro por comportarse como si en un Instituto Nacional de Estadística hecho carne hubiese más verdad que en la Biblia, como si los matices de la humanidad no contasen, como si todo pudiera pesarse y medirse ¡vaya tontería! se decía Eloísa.

-¡No te preocupes tanto!- Le dijo su hermana al librero un viernes por la tarde antes de cerrar; -ya ya-, respondió él mirando a la niña que estaba, como todos los días a esas horas, leyendo en el rincón del fondo de la librería desde el  que podía verlo todo sin ser vista, –como para no preocuparse-, balbuceó el hombre.

Que no-, insistió su hermana, –que no te preocupes ¡mírala! Eloísa ya sabe que ni los Datos ni los Relatos tienen las respuestas que busca ¡y vaya si las busca!

¿Pero qué respuestas?– Exclamó el librero con un toque de desesperación en su voz –¡porque yo no le oigo preguntar nada!

Uy-, respondió su hermana, –¡anda que no pides! La niña tiene 11 años nada más y ten por seguro que ni ella misma conoce las preguntas a las que trata de dar respuesta pero, y esto es lo interesante, es lo suficientemente lúcida para darse cuenta de que hay muchas cosas que no sabe y de que ni Don Dato ni Don Relato van a sacarla de dudas porque no se conforma con poca cosa la criatura… la niña busca la verdad-.

El librero miró a Eloísa que seguía enfrascada en la lectura y de nuevo a su hermana, –pero… ¿qué verdad busca?-, la mujer sonrió antes de responder: –la única que existe, la que manosean e incluso retuercen los señores como Don Dato y Don Relato, la que se esconde tras los datos y los relatos-, se encogió de hombros como quien dice una obviedad, –la verdad-.

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La versión más personal de todos nosotros, los que hacemos Loff.it. Hallazgos que nos gustan, nos inquietan, nos llenan, nos tocan y que queremos comentar contigo. Te los contamos de una forma distinta, próxima, como si estuviéramos sentados a una mesa tomando un café contigo.

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