El qué o el quién.

Érase una vez un mundo temible y oscuro en el que siempre importaba más el quién que el qué, el hacedor del mal que el mal en sí mismo...

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Tiró el periódico sobre el sofá como quien lanza lejos de sí algo repugnante y es que en sus noticias había constatado una realidad que la venía incomodando desde hacía tiempo, una verdad que esperaba que la razón y el sentido común volvieran a su lugar pero no, no parecía que fuese a ocurrir así, esa realidad indecente y oscura fluía como un líquido y lo permeaba todo: no importaba el qué sino el quién, siempre importaba el quién, nunca el qué. Y eso era algo difícilmente soportable para alguien que creía, desde el corazón y la razón, en la ceguera de la justicia, en la imparcialidad del juez, en el castigo del qué sin tener en cuenta el quién más que para poner nombre y destinatario a la pena.

Pero eso no sucedía. Si una madre mataba a su hija la sororidad caía sobre ella y un manto de silencio disfrazado de respeto lo envolvía todo, incluso a la víctima y a quienes la lloraban. En cambio si era un padre quien cometía tamaño delito se hacía la luz hasta en los detalles más hirientes exponiendo a la víctima y a quienes la lloran, echando sal en su herida cuando no usándolas en beneficio de causas ajenas a su dantesca realidad.

Y luego está el relato. El relato según el cual el feminismo nació en los años 70… ¡adiós Virginia Woolf! ¡a tomar viento Emilia Pardo Bazán! ¡qué corra el aire Clara Campoamor! La ignorancia es la nueva reina del mundo y quien no se someta a ella cabe que acabe sometido a algo peor o huyendo como tuvo que huir, curiosamente, Clara Campoamor.

El relato responde siempre a una realidad preestablecida, escribió con rabia y desencanto sobre la primera página de su nueva libreta, y se da el caso de que tal vez, solo tal vez, el feminismo esté obviando la razón que sí tiene y enalteciendo una falsa verdad: ¿y si el problema fuesen, ciertamente, las sociedades patriarcales? en una sociedad patriarcal la madre no mata a los hijos para dañar al padre porque su vínculo con los hijos es mayor que el del padre, es decir, se dañaría más a sí misma que al padre; en cambio, en una sociedad más paritaria, aun arrastrando usos y costumbres de las sociedades patriarcales, el vínculo del padre con el hijo es incuestionablemente mayor de lo que era, de ahí las custodias compartidas y entonces, en ese caso, matar al hijo para dañar al padre, lo que llaman violencia vicaria, cobra un dantesco, temible y terrible sentido. ¿Y si los males que señala el feminismo dominante fueran propios de una sociedad patriarcal? ¿Y si la sociedad estuviera cambiando, para bien, pero con ella estuvieran cambiando también, no a mejor sino a distinto, sus males?.

¡Pobres criaturas! ¡Ay de los niños! almas cándidas en manos de progenitores dominados por su rencor, su ira y su miedo, en manos de una sociedad que mira al quién más que al qué, en manos de una justicia que osa cuestionar tratar un delito en función del quién en lugar del qué.

¡Pobres de nosotros! sociedad incauta, engreída y descreída, adoradora de dioses paganos y ángeles caídos, engañada y engañosa alimentando un mundo de relatos más que de realidades, de justicia vicaria e injusticia social, de muertos que importan y muertos que no importan, de almas cándidas, retorcidas y malas que se atreven a pensar que sus ideas, por el mero hecho de ser las suyas, son las buenas y que al discrepante que no encaja en su relato hay que aplastarlo, humillarlo, hundirlo, acallarlo y solo perdonarle la vida si se somete en silencio y al silencio. Muerte civil.

¿Qué fue de la justicia y la libertad? ¿Qué fue del mundo de oportunidades y de la sociedad del bienestar? ¿Qué fue del verdadero progresismo, del que llega a través del esfuerzo propio y la socialdemocracia ajena?.

¿Qué está siendo de la vida?.

No, escribió con rabia y con pena, no sería tibia ni blanda, no templaría gaitas frente a quienes hacían del quién una bandera sin importar el qué. Importaban las víctimas, importaba el delito, importaba la pena y solo llegado ese punto importaba el quién para que fuera él y no otro quien pagara la cuenta.

¿Paz, magnanimidad y concordia? Siempre. Siempre con las víctimas. Con todas las víctimas. Jamás con los verdugos. Salvo que hicieran un profundo, público y honesto acto de contrición.

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