El profesor.

¡Que bonita profesión la tuya! Le decían a veces... y él sonreía, movía la cabeza ligeramente y musitaba 'a veces sí, a veces sí...'.

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El profesor era un hombre largo y enjuto, todavía joven y enérgico pero también cansado de sacar la batuta del educador a relucir incluso en las reuniones de padres… respiraba hondo, escuchaba, usaba constantemente las coletillas ‘yo os entiendo’, ‘tenéis razón‘, ‘de acuerdo‘, y jugaba con los pero y la carga de la prueba que los sucede en cualquier explicación.

No movió ni una ceja cuando los padres hablaron de sus hijos como víctimas de algo ni tampoco cuando se le exigió a él, no personalmente sino como representante del colegio, que pusiera una solución a la lluvia de suspensos en física… y tuvo la certeza que si hubiera dado aprobado general (o casi), su vida sería mucho más fácil que habiéndose puesto exigente por un bien mayor que era, al fin y al cabo, el bien de sus alumnos.

Fue discreto a pesar de todo y al final, de un modo casi casual, lanzó una afirmación seguida de una pregunta: ‘me prometieron trabajar al día y preguntar dudas si iba más despacio en las explicaciones… yo he cumplido, llevo casi un mes de retraso respecto a otros años ¿creéis que ellos están cumpliendo su parte?’ El silencio se podía cortar con un cuchillo y el profesor tuvo la certeza de que del mismo modo que los padres habían llegado a la reunión azuzados por unos hijos que buscaban quitarse la responsabilidad de sus orondos suspensos, llegarían ahora a casa azuzados por un profesor que ya no sabía cómo decir, sin que nadie se ofendiera ni pusiera la consiguiente reclamación, que si no se estudia, si no se trabaja, no se aprende y no se aprueba.

La reunión se alargó más de una hora, casi una hora y media, los padres buscando culpables por lo sucedido, el profesor animándolos a buscar responsables de lo que estaba por venir, poniéndose a sí mismo como el primer responsable de las próximas notas pero explicando también que la suya tiene que ser una responsabilidad compartida no con los padres ni con el colegio… con los niños ¡que no son sujetos pasivos! ¡que no son niños! ¡qué son tíos de 16 años! ¡que tienen que ponerse las pilas! ¡qué tenéis que ponerles las pilas! No exclamó nada de todo eso… pero todo eso se le escapaba por los poros de la piel y el brillo de los ojos, por los gestos de las manos, por el ceño fruncido, por el modo de apoyarse sobre la mesa, casi dejándose caer, casi sin resuello…

Aquel día llegó a casa pasadas las 9 de la noche y el día siguiente estaría, a las 8:45 tiza en mano presto para la última clase de física de la semana… a 10 días del examen… tic tac, tic tac… ¿cómo lo lleváis? Uno mira a la lámpara, otro a la ventana, aquel baja la cabeza hacia el cuaderno con una hoja en blanco, el de al lado coge un bolígrafo y alguno, por vergüenza, dice ‘bien’.

El profesor miró a sus alumnos y constató lo que ya sabía, lo que tras años de experiencia no podía negarse así se pusieran los padres como quisieran ponerse, si a los 16 años los adolescentes son más niños que adolescentes y viven cómoda y relajadamente, serán los padres y los profesores quienes se frustren… y será la suya una frustración fea, un túnel sin salida mientras que si los adolescentes son adolescentes y se frustran ante dificultades que no esperaban, esa frustración será pura gasolina para su madurez.

Pero sabía algo más… sabía que él podía ser un agente de frustración para sus alumnos ¿que eso le causaría problemas con los padres y que su madre, además, volvería a preguntarle a él ‘pero tú, hijo, para qué te metes en líos’? Sin duda… pero nadie dijo que se profesor fuera fácil…

Repasó las notas de la Evau del año anterior: media de la región en física: 4,75; media de los alumnos que él había mandado a la Evau: 8,25. Se sonrió y sintió como su enjuta figura se inflaba ligeramente, ya podían los padres ser un Miura y los alumnos un Vitorino que él de su método no se bajaba… Y hacía bien.

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