El hombre que no tenía corazón.

Esta es la historia de un hombre que no tenía corazón… pero había encontrado el modo de suplir su carencia.

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Anselmo era un hombre amable que solía caminar con media sonrisa dibujada en sus labios y que saludaba a sus vecinos con una ligera inclinación de cabeza y un sonoro buenos días o buenas tardes; siempre cedía el paso a mayores y a pequeños y acostumbraba a llevar algún caramelo en los bolsillos de su abrigo para congraciarse con alguno de los niños que jugaban en el parque, al fin y al cabo, casi todos eran hijos de alguno de sus antiguos alumnos, alumnos que, por otra parte, no solían recordarlo para bien ni para mal; Anselmo era profesor desde hacía más de 30 años, de hecho pronto se jubilaría aunque no le importaba, lo cierto es que a Anselmo nada le importaba demasiado ni demasiado poco.

Lo que nadie sabía es que Anselmo era un hombre que no tenía corazón; era siempre tan templado y amable, siempre tan correcto y conciliador, siempre con la palabra justa en los labios… que a nadie se le ocurrió nunca pensar que no tenía corazón… salvo al pequeño Mario, él sí se había fijado en que Anselmo ciertamente no tenía enemigos pero tampoco amigos y eso, siendo el viejo profesor tan bondadoso, llamaba poderosamente su atención. Eso y que, como Anselmo era además su vecino, veía algo raro tras la ventanas del dormitorio cada noche…

En Nochebuena, mientras sus padres lo creían dormido esperando que al despertar Papá Noel hubiera pasado por el salón y dejado algunos regalos, Mario se levantó y aprovechó el revuelo montado en el salón de su casa copa va, copa viene, para escabullirse al jardín de su vecino Anselmo y encaramarse al alféizar de la ventana para ver más de cerca lo que no había llegado apenas a atisbar desde la ventana de su dormitorio.

Sus ojos y su boca se abrieron inmensamente cuando vio al viejo profesor levantarse, desabotonarse la camisa (¿o era algo más que la camisa?) y sacar una pequeña piedra que guardó en una caja de piel marrón colocada sobre la mesa… Mientras cerraba la caja Anselmo oyó un grito contenido y, al girarse, vio a Mario con la cara pegada a la ventana, sus ojos como platos, su boca abierta de cuarta y media.

Anselmo salió a grandes zancadas de casa y, al ver al pequeño Mario descalzo y en pijama sobre el césped, lo levantó en volandas y lo metió en su casa; lo arropó con su manta del sofá y le preparó un chocolate caliente. Mario no articulaba palabra, ni siquiera le pidió que lo llevara a su casa, estaba aterido de frío y, al fin y al cabo, era el viejo profesor, era su vecino de sonrisa amable, el que siempre tenía un caramelo que ofrecerle y aquella noche, además, un chocolate caliente.

Cuando Mario comenzó a recobrar el rubor en las mejillas el viejo profesor le dijo –bueno, pues ahora ya lo sabes– Mario lo miró a medio camino entre la sorpresa y el susto –¿porque lo sabes, no?– le preguntó Anselmo ante la expresión confusa del pequeño… Mario se encogió de hombros y dijo algo así como –no sé… no sé lo que sé…– Anselmo sonrió porque comprendía perfectamente la confusión de Mario –lo que sabes– le dijo –es que no tengo corazón-.

Al ver que el niño no apartaba la vista de la caja marrón que había sobre la mesa, añadió -Tengo solo una pequeña piedra que ocupa su hueco y que me quito cada noche para que no me moleste mientras duermo-.

¿Y por qué no tienes corazón?– Preguntó el niño sin salir de su desconcierto, Anselmo se encogió de hombros y respondió –la verdad es que no lo sé, nunca lo supe-.

-En todo caso, Mario, será mejor que te lleve a casa porque como tus padres descubran tu cama vacía se van a llevar un susto bien gordo… eso además de que como Papá Noel sepa que andas de zascandil por el barrio lo mismo ni se acerca a la zona con su trineo-.

Cuando llegaron a casa de Mario se dieron cuenta de que nadie se había percatado de la pequeña excursión del niño –será nuestro secreto– le dijo Anselmo –pero solo si me prometes guardar el mío-. Mario aceptó el trato y estaba a punto de entrar en su casa tan sigilosamente como había salido cuando se giró sobre sus talones para lanzarle una pregunta al viejo profesor –pero… ¿cómo es posible que no tengas corazón si eres un hombre bueno?-.

Anselmo sonrió y le dijo –es porque tengo educación-.

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