Bang.
Bang. Un sonido seco, breve y fatal. Pero lo peor estaba por llegar, la traición, que llegaba silente y discretamente para echar sal en su herida y hacer eterno su dolor.
Era domingo. Un domingo luminoso y fresco como son los domingos de primavera en el norte cuando las nubes brillan por su ausencia, húmedos y tranquilos, agradables, ideales para pasear con la chaqueta puesta, dejándose tocar por el sol, disfrutando cada minuto de sus horas antes de que el tiempo corra y el día se convierta en lunes. Así eran entonces los domingos para ella… Ya no. Bang.
Hoy son siempre inquietantes y feos, feos como el odio que llevan algunos pintado en la cara, como el alma negra que desborda por sus ojos y sale volando por su boca convirtiendo sus palabras es espumarajos malolientes que no merecen oído que los atienda, voz que les responda ni voto que los mantenga.
Aquel domingo amaneció como un domingo feliz pero no había llegado a la media mañana cuando se convirtió en el día más amargo y terrible de los tiempos. Bang.
Desayunaron tostadas con tomate y jamón, zumo de naranjas buenas recién exprimidas y un café largo y cálido ¡lástima no haberlo alargado aún más! ¡lástima de día luminoso que los animaba gozar del sol en las calles y en los parques! Todavía hoy echa de menos la lluvia que aquel día no cayó, lluvia que los hubiese encerrado en casa y hubiera convertido aquel domingo en uno más, un domingo gris más de esos en los que la primavera te saca la lengua y te dice que, si acaso, brillará mañana. Pero no fue así, aquel domingo brilló el sol y, de algún modo, se apagó para siempre.
Tres niños pequeños son muchos niños pequeños, a veces parecen seis que se convierten en docena y media cuando a la intendencia inherente a su edad y a su número se suman precauciones añadidas pero él hacía como si no le pesaran, como si fueran cosa de poco y aquella mañana, cuando apuró el café y salió de casa mientras ella terminaba de vestir a los niños sonrió como siempre, feliz porque era domingo y brillaba el sol, porque los niños podrían disfrutar del parque y ellos de un vermú… Bang.
Estaba terminando de hacerle una trenza a María y Ana ya se había despeinado, Pablo tenía el pelo corto así que lo suyo era más fácil, salvo por el hecho cierto de que era demasiado pequeño para atarse él solo los cordones de los zapatos; se metió prisa a sí misma y arengó a los niños levantando el tono porque ese momento, el de salir de casa, era el que más detestaba, el que más le asustaba… Bang.
Temía que hubiese alguien esperando fuera o que su marido descubriera algo en los bajos del coche; cuando estaban ya todos sentados, con los cinturones abrochados y en marcha sabiéndose vigilados por los buenos, volvía a respirar. Aquel domingo no lo hizo. No llegó a salir de casa. Todavía estaba peleándose con la trenza de María cuando sonó un Bang que recorrió su espalda como un escalofrío, la atravesó como un rayo y la dejó helada, convertida en piedra o en estatua de sal.
Pablo lloraba como si hubiese entendido aquel Bang, María y Ana miraban a su madre buscando una sonrisa que ella no lograba dibujar en su rostro, comenzaron a sonar las sirenas en la calle… Supo que tendría que mirar a los ojos a sus hijos y partirles el corazón para siempre, supo que tendría que decirles que su padre se había ido al cielo…
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Lo que no pudo imaginar entonces es que llegaría el día en que el tipo que había apretado el gatillo sería concejal como lo era el hombre que yacía tirado en la calle en medio de un charco de sangre y con un tiro en la nuca, que habría quien echaría sal en su herida porque no sólo perdonaría sino que además apoyaría al verdugo y trataría de echar el manto del olvido sobre el buen hombre que dejara viuda, huérfanos y una vida por vivir.